Andrea Robin Skinner, la hija de la Nobel Alice Munro, ha contado en la prensa que sufrió abusos sexuales por parte de su padrastro, Gerald Fremlin, cuando tenía nueve años. Que a la noche se metió en su cama y la agredió, y que ese punto nauseabundo en su biografía inauguró una vida de migrañas, bulimias y crisis nerviosas (una vida entera sin dormir).
Ha contado que más tarde el tipo la invitó a desnudarse fingiendo que era un juego inocente, que indagaba acerca de su vida sexual ("¿qué cositas haces con los chicos?"), que durante los viajes en coche le hablaba de las niñas del barrio que le ponían cachondo y le detallaba las necesidades sexuales de su madre.
Ha contado que cuando cumplió veinticinco años, después de leer un relato de Munro donde empatizaba con un personaje que había sido abusado por su padrastro, se sintió expectorada y se atrevió a confesárselo todo en una carta. Y ha contado que su madre levantó la ceja y respondió: "Pero si eras una niña tan feliz". Después se alejó momentáneamente de Fremlin, pero enseguida volvió con él porque "le quería tanto".
Él, para defenderse, describió a Andrea como a una niña-puta. Aseguró que la cría ¡de nueve años! era una destrozafamilias, que era ella quien se metía en su cama y quien le buscaba sexualmente, y, además, perjuró que si le denunciaba, él sacaría unas fotos de ella "bastante elocuentes".
La familia corrió un tupido velo. Munro fingió que nada había pasado. Siguieron viéndose y fingiéndose cívicos.
La vida siguió, el teatro siguió, el trauma siguió, silencioso, subterráneo.
Alice amó al hombre y le protegió hasta la muerte. Hasta las dos muertes. La de él, en 2013. Y la de ella, en mayo de este año.
Antes de eso pasaron tres cosas importantes y concatenadas. La primera es que cuando Andrea se convirtió en madre, dejó de hablar con la suya. Este símbolo me pareció poderoso, inteligente, devastador. Seguramente al dar a luz y ver a su hija diminuta, inocente y vulnerable frente a un mundo (bello y bárbaro, lleno de riesgos) pensó en la niña que ella fue y a la que nadie salvó.
Entiendo que cortar con su madre fue una manera de honrar a esa niña vieja y rota que ella era misma, de rescatarla poéticamente. Como socorrer a la muñeca favorita del fuego cuando la casa ya ha ardido entera. Romper con Munro, es decir, con la persona que sabe del abuso y no interviene, con la que contempla el horror desde la puerta y llora sin hacer nada, con la que quiere enterrar el horror para no modificar su vida, es el ritual iniciático.
Luego una se pasa toda la vida transformándose en la madre que no llegó a tener.
La segunda es que Munro, en una entrevista con el New York Times, habló de Fremlin como de la gran pasión de su existencia, de alguien a quien amar hasta las entrañas de todas las cosas porque fue su primer lector, el primer admirador de su escritura (es decir, alguien con quien descorchó el lenguaje que le atravesaría la vida, y eso es el caudal de un río del que no se vuelve).
También dijo que él tenía una relación muy estrecha con todas sus hijas. Esto es grandioso, interesantísimo, antropológicamente aterrador y pernicioso: al ser humano ya no le basta con ignorar el daño, no le basta con el silencio terrorista, sino que necesita disociar y crear y difundir un relato falso, glaseado, honorable para uno mismo y para los mitos que levantó.
Es curioso que podamos ser tan conservadores y tan imaginativos al mismo tiempo cuando habrían de ser conceptos antagónicos, ¿no? Conservadores para auxiliar hasta el absurdo lo construido. Imaginativos para hacerlo con la ficción y la fe necesarias.
Siempre nos hemos contado las películas que hemos querido. ¿Qué puedo decir? Los escritores, más.
Munro, la gran indagadora de las miserias del mundo, ciega de las suyas, naturalmente.
Munro, carnicera de la vida de las otras mujeres, desgajando sus historias y sus cuerpos, por acá, por allá, limpiándolo todo, haciéndolo sabroso, profundo, comestible, hirviendo la sangre, descontaminando el plato, volviendo del animal para matizar el espíritu… es vegetariana consigo misma.
¿Qué hacer? ¿No nos pasa eso un poco a todos, de alguna forma triste y obtusa?
Cuando leía esta historia, cuando caía en que Andrea Robin la ha contado mes y medio después de la muerte de Alice Munro, pensaba en qué pocas oportunidades tenemos para escribir, para hablar, para ser del todo libres en nuestra vida. Qué tiempo tan estrecho. Quizá ninguno.
¿Cuándo puede uno contar su propia historia sin pudor, cuando puede llamar a las putas cosas por su nombre, cuándo puede decir la verdad terrible sobre su familia, sobre sus amores, sobre sus amigos, sobre sus infamias y traiciones, sin ser juzgado o marginado o malquerido o manchado para siempre? ¿Y cuándo (¿alguna vez?) la verdad sobre uno mismo, sobre nuestras taras, sobre nuestros vicios, sobre lo grotesco que pensamos y que adoramos en secreto?
Recuerdo que en pandemia leí un texto de Paul B. Preciado en el que se preguntaba qué tipo de libro podría escribir y dedicarles a sus padres sin que se avergonzasen de él, sin que se llevasen las manos a la cabeza, sin que dejasen de hablarle para siempre. Hizo una lista de palabras prohibidas, de palabras vetadas por la moral de las dos personas que le concibieron: todas referidas a genitales, o a sexo, o a antidepresivos, o a drogas, o a cuerpos nuevos, o a deseos, o a abusos, o a religión, o a sordidez, o a transexualidad.
Se dio cuenta, entonces, de que no podría escribir nada. Ni una sola página. Ni una sola línea de la que ellos se sintiesen orgullosos. Era terrible. No había forma de escribir sobre sí mismo, sobre su realidad, sin desaparecer. Sus padres le condenaban a la extinción lingüística.
¿Será cierta esa frase de que la primera mitad de nuestra vida nos la joden nuestros padres y la segunda, nuestros hijos?
¿Sucederá de verdad que cuando nuestros padres se vayan y nos libremos del yugo de lo que no nos dejaron decir, o de lo que no dijimos para no herirles, el pudor se traspase a nuestros hijos, a lo que piensen de (ahora), nosotros, sus padres imperfectos? Siempre estamos debiéndonos a alguien de quien venimos o a alguien hacia quien vamos.
Puede que seamos libres sólo un segundo en la vida, unos días, quizá unos años, en una franja misteriosa y anarca sin cordones umbilicales. Cuando no tengamos hijos, cuando nuestros padres hayan muerto.