Con la posible excepción de Alemania, que tuvo la desgracia de cruzarse con ella, España fue la única selección que llevó a cabo un fútbol convincente en una Eurocopa marcada por el carácter plomizo de la inmensa mayoría de sus partidos, y es dificil imaginar, por tanto, un campeón más justo. El contraste entre la propuesta vivaz y vistosa de los hombres de Luis de la Fuente y la completa ramplonería del resto de contendientes sólo podía conducir a un desenlace normal. No solamente España mereció esta Euro; fue esta Euro la que no mereció que un equipo como España la jugara.

Donde casi todos los demás sólo exhibieron horizontalidad, especulación y cálculo, España jugó a tumba abierta, con verticalidad y virtuosismo. Fue el único equipo que hizo gala de un mínimo sentido de la aventura futbolística, o al menos el único de los escasos equipos que la combinaron con alguna probabilidad de convertir la aventura en éxito. Algunos (Francia, Inglaterra) trataron de ganar sin jugar; otros (Turquía) jugaron sin posibilidades reales de ganar. Sólo España buscó y encontró el compendio, la tercera vía.

Incluso los que le criticamos (mejor: sobre todo quienes le criticamos) debemos dar crédito a Luis de la Fuente, quien calibró con astucia el sino del campeonato antes de que empezara. Habría selecciones con estrellas agotadas tras temporadas extenuantes, y otras en buena forma pero carentes de suficiente calidad individual para imponerse.

Luis de la Fuente manteado por los jugadores de la selección tras ganar la Eurocopa ante Inglaterra.

Luis de la Fuente manteado por los jugadores de la selección tras ganar la Eurocopa ante Inglaterra. Reuters

Con este contexto en mente, diseñó un grupo conformado por estrellas en ciernes (Nico, Lamine) y grandes jugadores no demasiado exigidos en sus equipos o con relativamente pocos partidos en las piernas (Laporte, Olmo, Fabián), combinados con pocas pero escogidas estrellas reventadas y sin embargo aún hambrientas (Carvajal, Rodri).

La completó con jugadores de perfil medio que no en vano han tendido un protagonismo goleador desmesurado en los pocos minutos disfrutados (Merino contra Alemania, Oyarzabal en la final). Ha seleccionado un equipo taimadamente concebido para ganar este torneo tal como se presentaba, no otro teórico en un marco indefinido. Su pragmatismo ha sido tan loable como su claridad de ideas y la fe que ha sabido inculcar a los suyos. Quizá quien presume de creer en Dios está especialmente dotado para hacer que los demás crean en otras cosas, por ejemplo en ganar.

La gran paradoja de la final es que el equipo plagado de estrellas hizo bien en jugar de manera conservadora ante el que hace tres meses no tenía casi ninguna. Lo mejor que hizo Inglaterra fue asumir con modestia su inopinada inferioridad (estrellas, sí, pero muy cansadas), y tratar de construir desde ahí. Así pudimos ver a la mejor Inglaterra de la competición, también al mejor Bellingham, aunque la primera perdiera y el segundo no marcara.

Casi le sale bien a Southgate. La bisoñez de Lamine y la obcecación de Morata impidieron a España sentenciar cuando, tras el 1-0, olvidó bellísimamente guardar la ropa y echó a nadar. Hizo lo que a nadie más se le habría pasado por la cabeza en esta Euro rácana, mezquina: algo tan impensable, tan subversivo casi como buscar el segundo y sentenciar. Es un grupo de jóvenes tan ejemplares que hasta te olvidas de que son la selección de Rocha y Medina Cantalejo.

El fútbol es veleidoso. Saka penetró por la derecha, Jude hizo la dejada y Palmer empató. No era ni justo ni injusto, simplemente era, pero España dio entonces la última prueba de madurez. La penúltima había sido ante Alemania en situación similar, cuando Merino dibujó en el aire una especie de lagarto semihumano y batió a Neuer.

No se rindió España, siguió porfiando en busca del gol, y lo encontró Oyarzabal a pase de Cucurella. Nadie puede saber qué habría pasado si Dani Olmo no saca sobre la línea ese cabezazo final. Tampoco importa. La aproximación de la selección a este torneo había comportado tan alta ambición e inteligencia que el premio ya se había ganado. Qué fabuloso complemento supone el que la realidad haya querido estar de acuerdo para sumarse al mérito y ratificarlo.