Quizá sea porque la noticia me ha llegado estando en Ucrania, donde he vuelto en pleno verano.

Pero lo cierto es que lo primero que me ha venido a la cabeza tras el atentado contra Donald Trump no son los precedentes de Lincoln, Roosevelt, Kennedy y Reagan.

Tampoco el alivio de ver a un hombre que se ha librado, por los pelos, de una muerte segura a manos de un terrorista estadounidense.

La imagen que me viene a la cabeza es la de la ruleta rusa.

La de la locura de un mundo, sin duda fuera de quicio, cuyo destino se ha jugado en la mirilla de un asesino cuyos motivos para actuar así aún desconocemos (¿serán políticos? ¿Será por una enfermedad mental? ¿Manipulación?). Un disparo que bien pudo haber "abolido el azar" en las elecciones más importantes del mundo.

¿Y los programas? ¿Y el espacio que ocupa Estados Unidos en el tablero de las naciones? ¿Y el estado de salud de los candidatos? No. Un momento que se convirtió en historia. El espíritu del mundo atravesó el aire de Pensilvania por la gracia de un suceso absurdo y exorbitante.

Un segundo antes, Trump era, para muchos, la encarnación de lo peor de Estados Unidos. Un segundo después, es, para todos, la encarnación de un milagro (y, para sus partidarios, todo un valiente que ha desafiado a la muerte). Un redivivo, como se decía antaño de aquellos que regresaban de entre los muertos, superaban la ordalía y triunfaban tras pasar el trance. Un Nietzsche resucitado, con el blindaje de la invencibilidad, casi sagrado.

Un vencedor.

Vértigo y terror. Unos días después del 4 de julio y la fiesta nacional estadounidense, unas horas antes del 14 de julio, fiesta nacional francesa, la imagen de su oreja ensangrentada, destinada a correr como la pólvora por redes y a llegar al corazón de la gente, ha zanjado el debate y, quizás, ha decidido las elecciones.

Todo sea dicho. El candidato Trump supo estar a la altura del momento.

En primer lugar, el gesto de tocarse la oreja, comprobar si seguía vivo, como hacen siempre los que acaban de verle el rostro a la muerte.

Enseguida, ese movimiento ágil, casi felino, del golfista o, mejor aún, de tabernero de saloon que, en las películas de vaqueros, cuando empiezan los disparos, se agacha y desaparece detrás de la barra.

Y luego, cuando los cancerberos del servicio secreto lo rodean e intentan ponerlo a salvo, el asombroso vigor de ese puño levantado, un gesto de cólera, desafiante, que recupera los arquetipos del acervo colectivo de la memoria americana.

Miembros del Servicio Secreto protegen a Donald Trump tras el tiroteo.

Miembros del Servicio Secreto protegen a Donald Trump tras el tiroteo. Reuters

Se ha hablado largo y tendido, demasiado, de la violencia que encarna ese puño levantado.

Pero es el gesto del vaquero que se enfrenta a la res furiosa.

Es el gesto del atleta afroamericano Tommie Smith en los Juegos Olímpicos de 1968 en Ciudad de México.

Es el puño inmemorial (y perdón si ofendo a alguien) de la Estatua de la Libertad, que, aunque sostenga la Constitución con una mano, recordemos que con la otra levanta el puño.

Podemos lamentar el estado de una democracia que, como la República romana tras el colapso de su Senado, está atravesada por la lógica de un plebiscito en el que la única forma de hablar es con señales, manchas, imágenes e incidentes.

Podemos, y debemos, horrorizarnos ante ese pueblo de espectadores que asisten al momento de suprema virilidad de su campeón, le ven chorrear sangre a falta de que otros sangren y le aclaman con un estrépito de armas, como legionarios tardíos, al final de unas elecciones en las que sólo hay que demostrar, con un símbolo, que el candidato ha hecho suyo el numen, el poder activo, del imperio.

No han sido pocas las críticas que he vertido contra ese hombre. Lo he tratado como al Padre Ubú, como a un payaso. Pero es justo reconocer y admitir que, con ese gesto y esa demostración de agallas, se ha convertido en una leyenda.

Pero entonces recuerdo lo que sé de Trump.

Porque este hombre, con aires de soldaducho ascendido, es también el hombre de Putin.

Donald Trump.

Donald Trump. Reuters

Es el presidente que, en caso de ganar, podría decir no al presidente ucraniano Volodímir Zelenski y a sus peticiones de armas estadounidenses.

Es el hombre que traicionó a los kurdos y a lo que quedaba de los demócratas sirios.

Es el hombre que programó el abandono de Afganistán, aunque fuera su sucesor quien lo llevó a cabo.

Es el hombre que amenaza con dejar de proteger a Europa si esta persiste en no aportar lo que le corresponde al presupuesto de la OTAN.

Pienso en su vulgaridad, en su cinismo, en su violencia contra los migrantes, en sus poses de matamoros y su vocabulario medio animal, hecho de insultos mecánicos y con músculo de comediante.

Recuerdo que la grandeza de Estados Unidos siempre ha significado, a su entender, cerrar filas en su coto privado de intereses para hacer tratos en los que se las da de experto y que lo redimirán de sus delitos.

Recuerdo la marcha sobre el Capitolio y su indulgencia, en 2017, con los fascistas de Charlottesville.

Y me pregunto si realmente el humo del arma del mitin en Butler (Pensilvania) ha desmentido al bueno de Mallarmé y ha abolido la contingencia propia del buen debate democrático para el que se preparaba Estados Unidos. Si acaso ese humo, tras detener la rueda de la Historia, ha purificado a Trump de sus mentiras, de sus fechorías o, por decirlo con Philip Roth, de su "conjura contra América".

Si es así, entonces que salga elegido será una muy mala noticia para Estados Unidos y para el mundo entero.