Cada español es un anuncio. O varios. Si Ortega habló de las masas yo escribo de su evolución, que es el hombre anuncio y lo que es aún peor, que lo haga sin cobrar por ello. ¡Incluso los hay que pagan!

Porque nos hemos convertido en una valla de publicidad. Una masa donde, siendo todos iguales, cada uno necesita sentirse especial. Y para sentirse diferentemente todo el mundo tiene algo que anunciar, no que decir, tan sólo que reproducir y ahí viene el problema. Hay más anuncios que españoles. El Gobierno hoy anuncia una cosa y mañana su contraria, pero como a todo le falta el argumento –que es la espina dorsal de cualquier cosa que merezca la pena– se convierten en consignas de calcetín: que lo mismo cumplen su función de un lado que del revés. Dopamina en vena.

Pedro Sánchez, en la reunión de la Comunidad Política Europea en el Palacio de Blenheim.

Pedro Sánchez, en la reunión de la Comunidad Política Europea en el Palacio de Blenheim. Hollie Adams Reuters

Y ahí tenemos a Pedro Sánchez que se cree Nike. Y a Feijóo. El europeo, para no sentirse vacío, cuando dejó de tener claro qué era sentirse europeo, para no mirarse por dentro y escuchar el eco sepulcral que es lo único que queda ya en muchos casos, se mira mucho por fuera y por eso se adorna con cosas cada vez más grandes, más estrafalarias, más rotundas, para que no se lo lleve el viento y a cambio se le llevan por delante una consigna o dos. Y se cuelga un pin de la Agenda 2030 o se ata una etiqueta de género no binario, pentamoroso o afectivo regular. Y se queda con lo superficial: con ser antitaurino, con ser de Vizcaya o con ser del Madrid, sin intuir siquiera que no necesita que nadie lo colectivice como individuo para existir. Vamos en volandas entre una consigna y otra sin poderlo remediar.  

El problema no son los anuncios de Coca-Cola, ni siquiera los de Netflix, que de algo tienen que vivir. Ellos venden y nosotros compramos.

Lo jodido, ay, va desde que le arrendamos también el argumentario a los partidos y cada español lo repite cada mañana como una cacatúa desplumada sin que nadie le pague por ello con un escaño, con un máster o con una cátedra. Por eso se permiten hasta la indecencia de politizar con consignas la victoria de la selección y hablar del color de la piel de dos españoles –apellidados Yamal o Williams– y no de la de los otros 24 jugadores, como si quisieran hacer pasar a una mitad del país por racistas.

El secreto del anuncio está en no dar tiempo, generar rápido el impulso: el de odiar, el de descalificar… el que sea. El caso es no pensar, porque viendo que no cotiza ni resta años para la jubilación, algún día dirán a las claras que no sirve para nada, que pensar es perder el tiempo, lo mismo que la filosofía, la historia o la música en los colegios, un deporte de fachas. 

El hombre soñó durante siglos con volar, con la Luna, con continentes desconocidos e incluso con hacerse invisible. Hoy únicamente quiere hacerse bien visible y se pone encima para ello todas las consignas que le lanzan y va por la calle y por la vida como si fuese un muro lleno de carteles de publicidad. Y cuando por fin se deja de política, al irse a la cama, sueña todavía con lo que le dice Instagram. A este paso mejor serán “pastillas para no soñar”.