No es suave la noche y no queda nadie en la ciudad. Hace ese calor de cuando se quedan blandas las aceras después de todo el día, escurren los helados y se va pegando la madrugada. En los barrios todavía la gente se junta al fresco y el rumor se propaga. El aire no tiene prisa, camina lento, no corre. Valladolid parece una novela de Juan Marsé. Al verano, a estas alturas de julio, aún le quedan trescientas páginas para los adolescentes y los enamorados, que es otra forma de adolescencia a estrenar. A mí se me pasa demasiado lento y demasiado rápido porque ya lo he leído.
No circulan coches, sólo se oyen grillos en esta esquina al final de la ciudad. Y una orquesta de cigarras. El río está quieto –los peces estáticos– como esperando a que sea otoño para volver a arrancar. Hay tanto silencio que parece que todos estuviéramos jugando al escondite en una de aquellas noches de verano cuando todo era nuevo de verdad. En mitad de Castilla las noches huelen a otro tiempo, que no es precisamente olor de jazmín, ni a madre selva… huelen a algo atemporal.
Paseo de puntillas hacia casa para no romper la quietud de esta noche. Más allá, junto a un banco, veo a dos chavales aprendiendo a bailar. Tienen la música baja, no me acerco, el volumen tan discreto que no me alcanza a escuchar. Tienen todo el verano para los dos. Parecen la escena de una película muda, como si les diera vergüenza que alguien les pudiera descubrir, que septiembre pudiese interrumpirles la complicidad. Han elegido el último banco de toda la ciudad…
Son más de las doce y me han roto los esquemas como se rompe un cristal, lo último que esperaba encontrar esta noche, absorto en mi tristeza, es a dos adolescentes aprendiendo a bailar; pegados. El móvil lo sujeta el banco con la pantalla iluminándoles como un pálido reflejo como si les hubiesen puesto un foco para realzarles en mitad del conticinio. Bailan con torpeza, parece que estuvieran aprendiendo de paso a besar, pero bailan agarrados, se mueven en algo que no es bachata, en algo que desconozco y que mañana quizá se parezca a un vals. Se mueven lo justo, al compás de esta noche en la que no ocurre nada más. El verano suena así: es decir, no suena, discurre.
Ella es alta y él es torpe. No sé qué edad tienen, son críos, pero una pareja que baila agarrada en medio de la madrugada no tiene edad. Resulta que es suave la noche.