En verdad, que la abyecta ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París haya horripilado a prácticamente todo el mundo invita tímidamente a la esperanza: aún queda una cierta reserva de salud moral en este expansionista imperio de lo feo.

No deja de ser inquietante, en cualquier caso, el hecho mismo de que haya podido perpetrarse un auténtico freak show para la apertura de un evento mundial de tal entidad. Si tan sólo se tratase de un carnaval de saltimbanquis estrafalarios, podríamos hablar simplemente de la vulgaridad a la que conduce el fetichismo de la diversidad. O de la irónica dialéctica de la transgresión, que bajo el imperativo social contemporáneo de escandalizar a cualquier precio, acaba haciendo que lo auténticamente contracultural sea abrazar la fe que con tanta saña se vitupera.

Representación de María Antonieta decapitada en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2024, este viernes en París.

Representación de María Antonieta decapitada en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2024, este viernes en París.

Pero la panoplia transnacional de las Olimpiadas tiene unas implicaciones que van mucho más allá del mero divertimento. Como supo ver Sánchez Ferlosio, "el patrocinio estatal de los juegos agónicos de masas" constituye un "formidable instrumento pedagógico para el más fervoroso encuadramiento de las masas". Aunque el escritor erró el tiro al considerar que la captura pública del espíritu olímpico fuera "intrínsecamente fascista": no es precisamente el fervor nacionalista lo que han venido a promocionar los JJOO de 2024.

De modo que el grotesco desfile de este viernes a orillas del Sena nos habla de algo más perverso. Las vanguardias culturales contemporáneas han provocado una corrupción de la facultad del gusto, de nuestra capacidad de juicio sobre lo agradable y lo desagradable. La sensibilidad se refina por los hábitos culturales edificantes, y en ausencia de estos, aquella se deteriora.

Hay que insistir en que la crisis ética de nuestro tiempo es en primera instancia una crisis estética. La corrupción del gusto conduce a la deformación de las ideas. Y de ahí llegamos a la actual entronización de lo aberrante, a la celebración de lo degenerado, a la cultura de la barbarie.

La imaginería blasfema y de reminiscencias satánicas desplegada en la apertura de los JJOO delata además la esterilidad creativa del progresismo posmoderno, que como un rey Midas inverso, convierte en mierda todo cuanto toca. Tras ver la parodia queer de la Última Cena, la recreación futurista de las visiones del Apocalipsis o la referencia velada al becerro de oro, se aparecen aún más certeras aquellas palabras de Tolkien: "El mal no puede crear nada nuevo, sólo corromper o arruinar lo que las fuerzas del bien han construido o inventado".

No es ni mucho menos baladí que esta especie de liturgia neopagana se iniciase con una burla a la decapitación de María Antonieta. Burke, que se declaraba espeluznado por el trato vejatorio tributado por los revolucionarios a la reina, supo ver desde el principio la íntima solidaridad entre la esfera teológica y la política: "Los mismos mecanismos empleados para la destrucción de la religión podían ser usados con idéntico éxito para la subversión del gobierno".

Y es que los instigadores intelectuales de la Revolución estuvieron siempre animados por el espíritu de la profanación. El último estadio de la subversión, esta suerte de transgresión transgenérica ad infinitum, sigue recurriendo a la metáfora del regicidio porque es el acontecimiento que marca la irrupción en la historia del ánimo sacrílego que aún se desarrolla en sus consecuencias en la Francia de hoy.

No faltó en esta ceremonia, en el primer país que lo ha consagrado como derecho fundamental, la celebración del aborto, sacramento de la emancipación por excelencia, convertido en el terrible rito sacrificial sustitutivo de la sociedad idolátrica. Una que, por otro lado, exhibe una torva fijación con los menores como sujetos preferentes de la ingeniería social.

Toda esta imaginería es el fruto de la transvaloración sufrida por una civilización que atraviesa la fase terminal de su enfermedad. La decadencia es el principal síntoma de una cultura que pierde su vitalidad y se abandona a valores nihilistas. Como ha escrito Ashley Frawley en la revista Compact, "el optimismo progresista ha dado paso a un nihilismo progresista. El desvanecimiento de un horizonte utópico a finales del siglo XX dejó únicamente una política de la subversión, en la que la disrupción se convierte en un fin en sí mismo".

A menos que cunda entre las gentes una vocación restauradora del acervo civilizatorio occidental, seguirá proliferando esta clase de manifestaciones culturales cancerosas, hasta llegar a un punto en el que se normalice plenamente. Porque, como recordara el ensayista Simon Leys, "la necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana".