A los chicos impuntuales se nos presupone mala fe: no han entendido que el tiempo nos arrolla. Una vez fuimos niños y leímos Momo y conspiramos contra los hombres grises; una vez caminamos por el mundo con una tortuga llamada Casiopea y su ritmo nos pareció el óptimo para mirar las cosas; una vez tuvimos tardes enteras para escuchar a nuestros amigos en un anfiteatro derruido.

Todo eso tuvimos y perdimos. En fin: nos fue arrebatado.

Un día abrimos los ojos y estábamos derrapando en un taxi por Castellana para llegar en hora a una reunión, y ya no surcábamos como antes los minutos de descuento, sino que nos devoraban como una ola sorpresiva y nos arrancaban la parte de arriba del bikini y nos metían en el remolino caliente del mar del verano y nos llenaban la boca de agua salada y arena. De las jugarretas del tiempo siempre salgo con cara de tonta y también un poquito desnuda; mucho más cerca de una cachorra despelucada y revoleada en la orilla que de una sirena. ¡Hija, y qué hacemos, una es lo que es!

Fotograma de 'Jo, qué noche', de Scorsese.

Fotograma de 'Jo, qué noche', de Scorsese.

Dice mi amigo Fer que por ser impuntual me estoy perdiendo el encanto de contemplar a la gente llegar, y yo eso lo entiendo y me parece hermoso: creo que extraño un poco las veces que no vi, sentada en una silla, cómo se acercaba a mí lo que yo amaba. Dice también que sospecha que esperar es un poco de panolis, que no lo descarta, pero que es de "panolis guays", como leer. Tiene razón. Es una superioridad innegable. Una hegemonía cultural. Fuera del tiempo sólo hay barro.

Reconozco mi fracaso, y el de todos los tardones, porque nunca hemos logrado domar a la bestia del tiempo y no tenemos dentro ni un poco de paz. Todo se hace muy cuesta arriba. Somos impopulares: nos llaman egoístas, pero somos niños grandes perdidos. 

Yo aún quiero tener ocho años y entrar en el túnel de lavado del coche, mi lugar favorito. Entre la espuma y los cepillos gigantes pasaban cosas secretas. Una salía de esa cápsula siendo otra, habiendo viajado hacia atrás o habiéndose intercambiado por otra niña o habiéndole ganado minutos a la propia vida en aquel paréntesis azul y misterioso. Ya apenas conozco sitios donde me sienta así, como boxeando contra la muerte.

Quizás cuando leo en un sofá y alguien que me gusta lee en el otro, y estamos en silencio y lo rompemos sólo para decir en voz alta una frase genial que hemos pescado del océano privado de nuestras novelillas.

Quizá cuando descubro una cara rara y me quedo mirándola un rato largo, intentando adivinar qué clase de tormenta eléctrica hay detrás de ese gesto.

Quizás cuando pienso en las señoras mayores que se pican entre sí en el Bingo América, el de enfrente de mi casa, y se la pasan allí encapsuladas sin luz del día que les recuerde que se hace tarde (que desde siempre se hizo tarde). Entran allá escandalosamente discretas, armadas con sus carros de la compra, y confían en que la suerte es más potente que la mala suerte. Son hijas sanas de la hora feliz.

Quizás cuando meto la cabeza debajo del agua.

Los chicos impuntuales tenemos mala prensa, insisto, pero no somos malos sino torpes y un poco estrafalarios. Algo aniñados, algo rebeldes, algo melancólicos. La gente sigue sin creernos y hace rato que nos odia. Pienso en lo que dijo Nicolás Boileau, tan cierto y aterrador: "Procuro ser puntual porque los defectos de una persona se reflejan muy vivamente en la memoria de quien la espera".

Dentro de mi caos, entendí algunas cosas: sé que el tiempo se estira y trampea. Sé que las edades que uno tiene por dentro dependen del día, y, aún más, de la hora del día (muchas veces tengo cinco años; los días malos, veinticinco). Sé que a las fiestas hay que llegar con algo de retraso para que teman que no vayas y recuerden lo divertido que eres, o quizá porque nunca somos tan divertidos como en los días imposibles, en los días en los que no aparecimos entre las luces rojas del baile. 

Sé que a la amistad siempre se llega en hora y al amor casi siempre se llega tarde, porque el amor pende del tiempo. Sé que hay conversaciones calientes que ya no tendremos jamás, porque se nos escurrió el momento que era el pulcro: fue un segundo, un destellito, y la verdad pasó de largo. Sé que nada nos es clemente, pero sé que estás viniendo. Sé que algo nos espera. Sé que la playa nunca cierra.