Hay días (pocos) que la actualidad te da una novela digna de Graham Greene. Y todo se vuelve más interesante y el verano más caluroso, porque es a la hora de la siesta (en ese tiempo exacto que no se puede hacer otra cosa que arder o leer) cuando se descubren los grandes libros. Así es como uno se deja de politiqueos y sus correspondientes mediocridades y el mundo vuelve a ser un lugar interesante lleno de posibilidades.
Un matrimonio feliz en alguna ciudad eslovena, pongamos que en Liubliana (porque en Liubliana todavía hay matrimonios felices). Una urbanización a las afueras, dos hijos y un perro pequeño. Argentinos: Ludwing y Rosa (aunque si la novela fuese de Greene los nombres serían mejores).
Cada viernes él llega a casa después de trabajar con una botella de Malbec bajo el brazo y le dice a su mujer que está "relinda". Algunos viernes cambia el vino por rosas. Y los sábados se escuchan gritos de "¡Messi, Messi!" cuando jugaba el Barcelona. Los niños pasan la tarde metiendo goles en el jardín.
Él se dedica a la tecnología y puede que eso explique que más que bailar un tango, tenga apariencia de cuadrícula de Excel y a ella nunca le agarre por la cintura. Rosa "labura" en una galería de arte, pero no hay pasión en sus facciones, todo es frío y calculado. No son Gardel, pero a los vecinos nada de esto les rompe los esquemas porque en Eslovenia lo único que saben es que en Argentina hay dulce de leche y el mate es sagrado. La milonga… quién sabe lo que es una milonga en Liubliana.
Así pasan los años, respetuosos, casi traslúcidos para el resto de sus vecinos. Nunca hay que llamarles la atención por una alegría más alta que otra, ni siquiera cuando Argentina ganó el Mundial en 2022. Nunca hay un asado en el jardín los domingos; por no tener no tienen ni parrilla los Gisch-Mayer.
Los críos, si no fuesen argentinos, se diría que son rusos. Les falta sangre en las venas, también el día que un compañero de colegio les mentó a la madre y en la escuela no se escuchó ni un "pelotudo", ni siquiera un "¡andate a la mierda!" que habría zanjado el conflicto después de dejar al esloveno con un par de ojos morados.
Todo era tranquilo en Liubliana, incluso con dos argentinos adultos (que Dios dirá qué hacen dos argentinos en los Balcanes). Hasta que una noche se presentaron las fuerzas especiales de la policía en el vecindario, echaron la puerta abajo y se llevaron en pijama a los niños mientras sentaban en habitaciones separadas a los padres para interrogarlos.
Quién iba a imaginarse que fuesen espías… Una galerista de arte fracasada y un gurú tecnológico que no facturaba más de unos cuantos miles de euros anuales. A los espías, antaño, al menos les concedían más dignidad; incluso en la URSS.
Así se dieron cuenta de que no tenían dos argentinos, sino dos agentes rusos espiando en suelo europeo sin saber muy bien el qué. James Bond, pero con familia. Y las autoridades eslovenas se dedicaron a restarle importancia, tanta que la historia nos llega ahora cuando fueron repatriados a Rusia tras un acuerdo con Estados Unidos.
Y después de esta noticia, lo que me preocupa no es que Rusia se haya enquistado en Ucrania, que ni siquiera toda la decisión de la Unión Europea fuese capaz de sacarlos de Kiev, sino que tengan tipos que pueden hacerse pasar por argentinos sin levantar sospechas siquiera. Que más que una novela de Greene, parece un libro de Jardiel.
Porque el siglo XXI es una broma poco elaborada. Dos espías que nadie es capaz de descubrir, pese a las señales evidentes. Únicamente Hacienda (los números, siempre los números), levantaron sospechas.
Y a mí me deja templado pensar que el hombre ha perdido toda su capacidad de observación, incluso en un vecindario pequeño. Ya sólo le puede salvar o condenar Hacienda. Estoy convencido de que hubo algún vecino, en zapatillas, que declaró para un medio local a la mañana siguiente que parecían una familia normal: "Saludaban por las mañanas".
Ahora estudio a mi vecina del pueblo, que es la única alma que vive ya en mi calle por esto de la guerra fría que es la despoblación. Se llama Leo, ronda los ochenta y tiende las bragas por las mañanas en la puerta de casa para que se sequen al sol.
La observo lento por si resulta ser una espía rusa, aunque me quedo tranquilo cuando caigo que llamándose Leocadia ni el SVR, ni siquiera Greene, podría haber dado con un nombre mejor. Hay cosas que ni siquiera Putin podría soñar.