Escribió Oscar Wilde que "la verdad es raramente pura y nunca simple". Por eso, cuando vi las imágenes del fugaz combate de boxeo entre la argelina Imane Khelif y la victimizada italiana Ángela Carini (¿llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre?) instintivamente sentí pena por la ganadora del combate. 

Ese desprecio antiolímpico de la púgil transalpina tras tenderle Khelif deportivamente la mano, negándole el pan y la sal, me hizo pensar en todo lo que habría tenido que sufrir y lo que sufre esa mujer (sí, mujer) por el único motivo de su naturaleza, impura o ambigua, y sobre todo por su aspecto. 

Automáticamente, tras esas imágenes que dieron la vuelta al mundo, muchos medios, con ese brochazo gordo del periodismo deportivo de reservado y pacharán, se precipitaron en tachar a la deportista argelina de transexual: como si fuera uno de estos caraduras con barba que dicen sentirse mujeres acogiéndose a la posmoderna ley buenista de turno. 

Imane Khelif celebra su oro olímpico.

Imane Khelif celebra su oro olímpico. REUTERS.

No. El caso de Khelif, y otras tantas y tantos deportistas como ella, es mucho más complejo. Tan complejo que no creo que sea una columna de opinión el lugar más pertinente para debatir sobre el sexo de los ángeles. 

Por eso, llamar a Khelif "hombre" me parece de una simplificación y una falta de respeto importante por parte de quien se supone que trabaja en el taller de las palabras y tiene que usar estas con precisión sin caer en el atajo del insulto y la mentira. 

También cabe sentir vergüenza de todas estas púgiles que durante los Juegos Olímpicos han cruzado los índices haciendo una X para reivindicar su pureza cromosómica, su suerte en la lotería genética, frente a estos "monstruos" impuros, genética o sexualmente ambiguos

De nuevo vuelve a operar el miedo a lo ambiguo y a la impureza (¡la pureza de sangre y sus estatutos!), tan propio de religiones medievales. Una luchadora que representa a un país (Argelia) donde se impone la religión con diferencia más intolerante de las monoteístas ya lo habrá tenido que pasar mal por su condición para que también desde Occidente, desde el refugio de la tolerancia, se la lapide. 

A estos puritanos, que no se merecen otro nombre, cabría recomendarles que en la próxima declaración de la renta marquen una X en la casilla de la Iglesia. Porque eso es lo que pretenden: encasillar desde el dogma.

"Si tus cromosomas son XX, eres mujer. Si tus cromosomas son XY, eres hombre", tuiteó la periodista Paloma del Río.

"Los niños tienen pene; las niñas tienen vulva", se hicieron oír los del colectivo Hazte Odiar.

Khelif tiene cromosomas XY y tiene vulva. A ver si nos ponemos de acuerdo.

Sin embargo, hay excepciones. Es de agradecer que dos de los principales diarios conservadores españoles publicaran el domingo sendos reportajes a rebufo del caso Khelif intentando comprender, a través de la recogida de testimonios y la consulta a expertos en la materia, esta cosa tan compleja de la intersexualidad o el hermafroditismo.  

Quizás, el único artículo de opinión cualificado que he leído al respecto (además de la gran duda que plantea Bárbara Blasco: "¿cuántos gramos de genética, de hormonas, de cultura hacen falta para lograr la receta perfecta de la identidad?") es el de Pablo Batalla Cueto, quien compara en Público el caso de Khelif con las ventajas genéticas de Michael Phelps, quien tiene síndrome de Marfal. 

Phelps, que obtuvo sus veintiocho medallas impulsado por su envergadura desproporcionada, su capacidad pulmonar dos veces mayor que la de un humano promedio, su producción de la mitad del ácido láctico de un atleta típico.

Y eso, añado yo, sin entrar en los baloncestistas acromegálicos: de Romay a Tkachenko pasando por Yao Ming.  

Induráin era bradicárdico (el corazón como el de un buey): tenía 28 latidos por minuto en reposo.

En la final de 100 metros lisos no hay blancos.

Como dice la médico mexicana Jeniffer Noriega: "Si un hombre tiene ventajas genéticas, es un dios. Si una mujer tiene ventajas genéticas, es un hombre". 

Han convertido esto en una cuestión ideológica: y ya sabemos que la ideología opera como nos ilustró Jonathan Haidt con la gráfica metáfora de su elefante, cuyo jinete (nuestra parte racional) se limitará a justificar el camino, a izquierda o derecha, que haya tomado el paquidermo (nuestra parte emocional). 

No caigamos en el maniqueísmo ni en lo previsible. Cualquiera que me haya leído pensará que por ideología me hubiese unido sistemáticamente, como la madre de Bryan con barba falsa, a los lapidadores de Khelif. Pero esta vez mi elefante, dubitativo, se quedó paralizado ante la disyuntiva de caminos. 

Desde aquí pido que se le conceda el beneficio de la duda a la boxeadora argelina.

Y, sobre todo, que se respete el derecho a la duda del columnista, que caería en una ridícula y osada pontificación en casos para los que ni siquiera la ciencia tiene una respuesta tajante