La primera vez que vi a Alain Delon fue como si me partiera un rayo. Su belleza, sí, sin duda, en un rostro estoico y tierno, pero también, con lo que había aprendido con los guepardos de la gran lengua literaria francesa, sus fraseos sin réplica, cálidos y un poco argentados, con un tinte canalla que nunca se le borraba del todo.

Alain Delon, en el Festival de Cannes.

Alain Delon, en el Festival de Cannes. Reuters

Cuando me evado de París, vivo en una casa que fue suya y donde queda, en la pared de una maldita escalera que ya no lleva a ninguna parte, una biblioteca que los familiares llaman "el fondo Delon" y en el que las historias de perros o de gánsteres son vecinas de las Memorias del general De Gaulle, la integral de En busca del tiempo perdido o los libros que le recomendé antes de rodar nuestra película, El día y la noche, obras de Malcolm Lowry, Hemingway, Gary.

Pues, antes que nada, él era actor.

No intérprete, sino actor, él dejaba clara esa distinción que caracterizaba, sin apelación posible, a los que siguen siendo ellos mismos cuando se convierten en otra persona.

¡Sabe Dios si le hicimos ser otro! Se le prestaron los papeles más hermosos, de Fellini a Losey, pasando por Melville. Pero era tal su brillantez que siempre convertía sus papeles en rehenes. Eran sus heterónimos, más que sus encarnaciones. A fuerza de haberlo interpretado todo era, como la mosca de Pirandello, "uno, nadie, cien mil", pero siempre seguía siendo Delon.

"No interpretes, vive", le dijo Yves Allégret, y ese juego de las interpretaciones, el jugar a ser uno mismo, era para él el más duro, el más arriesgado y el más aventurero de los juegos. Y así es como un actor se convierte en un misterio, con su carita de ángel aferrada a su vida hecha trizas; su genio curtido en la escuela de los golpes y heridas de la existencia, y esa manera, repentina, de hacer gritar a las imágenes cuando todo el vértigo de la profundidad humana se inscribía en un cine al que llegó casi por casualidad.

Antes de rodar juntos, me lo habían descrito como un hombre difícil, irascible, que enseguida se hacía dueño y señor de los sets de rodaje.

Nada más lejos de la verdad.

Era un hombre fraternal y profesional. Leal incluso cuando fracasaba. Solo refunfuñaba cuando yo decía "pistola" en lugar de "revólver". O cuando le hice representar una escena de boxeo en la que era amigo del campeón Carlos Monzón, noqueado por el joven Xavier Beauvois.

O cuando llegó el día de la escena amorosa con Arielle Dombasle: "Me lo han hecho todos, maestro... Michelangelo, Jean-Luc y demás... Todos me dijeron: 'no te pases, es mi mujer, nos queremos'. ¿Y luego para quién son los problemas? Para Delon".

Pero, por lo demás, siempre que se permitiera que Lino Ventura y Jean Gabin fueran sus insustituibles compañeros de reparto, prevalecía la camaradería. Y si, por casualidad, se giraba un día proceloso, había inventado un ritual que, en su mente, y en la mía, lo borraba todo: esperaba la claqueta final, le hacía una señal a Willy Kurant, mi director de fotografía, para que volviera a encender su cámara, 'esta sólo para ti, maestro', anunciaba; y había que encuadrar sus ojos, sólo sus ojos, en un plano muy cerrado por el que, en pocos segundos, pasaban todos los matices del azul y cuya intensidad de repente tenía parangón con la de Léonard, príncipe de los ojos.

Entre mis brutos, en alguna parte, tengo una colección de miradas de Delon con la que podría hacer una película, pero que prefiero conservar para mí, devotamente, como si fueran un tesoro.

La última vez que hablé con él por teléfono fue para decirle lo mucho que apreciaba a Anouchka y para leerle mis columnas del Bloc-Notes en las que hablaba de mi tristeza por verlo atrapado en la sordidez del tiempo, con sus disputas por la herencia y enzarzado con las jaurías, más en el caso de alguien como él, cuya panoplia de papeles lo había colocado en una posición que creíamos infranqueable.

Me pareció oír un gracias. Un suspiro. Y recordé nuestra última conversación real, un año atrás, cuando soñaba con ir a Ucrania a reunirse con el presidente Zelenski: pero ya estaba agotado y tuvo que contentarse con una entrevista profundamente conmovedora que se grabó a distancia, con su amigo Cyrille Viguier. Esta alma fuerte y rica a quien se le brindaron afinidades sulfurosas era, ante todo, un Grande de Francia al que, en política, en realidad, sólo le gustaban el brío, el valor y el honor.

Adiós, querido Alain.

Adiós, querido amigo.

El tiempo alcanza a todo el mundo, incluso a los meteoros.

Surca rostros y vidas, aunque, en los primeros, permanecen intactos, inviolables, "mis ojos, mis inmensos ojos de eternos resplandores" cuyo secreto resumió Baudelaire, a quien tú adorabas, y, en las segundas, una colección de posturas en las que el granujilla de Rocco se convierte en el más refinado de los señores y de las que has hecho una obra maestra.

Y luego el tiempo te lleva a ese Aqueronte en el que nadas la mayor parte del tiempo, pero del que saldrás victorioso en el crepitar de las bobinas de esas películas donde volveremos a ver una y otra vez, veinticuatro veces por segundo, a uno de los contemporáneos que se compara con el primer verso del poema de Nerval: "El tenebroso, el viudo, el desconsolado".

¿Se ha apagado la estrella de Alain Delon?

Por supuesto que no.

Solo esperaba resurgir, con su laúd, en la lejanía.