Empeñados en que fuera el nuevo Rafa Nadal, Carlos Alcaraz ha terminado manifestándose como un digno heredero de John McEnroe. Misma ira descontrolada y mismo objeto (inanimado) de la misma: su raqueta. Reducida a pieza de exposición en ARCO en cuestión de segundos.

Quedaba liberada así la tensión acumulada durante el partido -de desarrollo y resultado aciago- frente a Monfils, que lo apeó del Masters 1000 de Cincinnati a las primeras de cambio.

Alcaraz golpea su raqueta contra el suelo tras perder contra Monfils en los octavos de final de Cincinnati, este viernes.

Alcaraz golpea su raqueta contra el suelo tras perder contra Monfils en los octavos de final de Cincinnati, este viernes.

El estallido ha dado pie a lo que Iñaki Gabilondo llamaría un revuelo formidable. Del torrente de reproches digitales emanaba una sensación: nos hemos acostumbrado a ejercer una suerte de rol paternal sobre aquellos deportistas que apenas han salido de la adolescencia. "Carlitos, hijo, ¿cómo nos haces esto?".

Ha habido mucho vómito surgido del prejuicio ideológico, sí. Pero también una profunda decepción entre aquellos que, por alguna cláusula tácita del contrato entre un tenista y su público, creen que está obligado a ser un "role model" más allá de los resultados en la pista.

"¿Es que nadie va a pensar en los niños?", se lamenta el coro encarnando colectivamente a la esposa del reverendo de Los Simpson. Parece mentira que fuéramos capaces de sobrevivir a Stoichkov.

Nos sumaríamos al linchamiento. Pero, qué quieren que les digamos, entendemos al chaval demasiado bien. Nos gustaría decir que de cuando teníamos su edad. Pero sólo asistir al proceso de encendido del dispositivo desde el que se han escrito estas líneas ha dado pie a maldiciones que, ni siquiera entrecomilladas, nos atreveríamos a transcribir.

No podemos decir que nos produzca orgullo, pero nos quedamos algo más a gusto. Hace algún tiempo que decidimos no mordernos la lengua. Vale para el aparato que se niega a funcionar y para la porción de alimento que acaba aplastada contra el suelo de la cocina. Todo es contestado con un grito de desahogo.

Hay quien se ha molestado en buscar el precio de la raqueta para cargar de razones su censura. 250 euros, dicen. Ese es el verdadero empuje que el dinero da a la felicidad. Si no nos cargamos más cosas es por el recuerdo de lo que nos cobraron y por la amenaza de lo que nos costará renovarlas cuando se nos pase el enfado.

Trabajo Basura (Office Space, 1999) no es una comedia que haya pasado a la historia del cine. Los pocos espectadores que sí la hayan visto habrán olvidado casi todos sus avatares pero recordarán la secuencia en la que los protagonistas deciden acabar con la impresora que martiriza sus jornadas laborales. Es un momento diseñado para que la audiencia vea materializados sus deseos a través de los personajes de la pantalla. Ríase usted de las películas de aventuras más escapistas.

Alcaraz ha pedido perdón en la misma plaza digital en la que se le condenó. Alude a los "nervios", afirma que es "humano" y promete "trabajar" para no repetir una escena de ese tipo.

Le compadecemos. En un mundo en el que cada peculiaridad sirve de coartada para el orgullo identitario, la sobredosis de temperamento contra los objetos no encuentra acomodo.

Les dejo. Tengo que ir a comprar ordenador nuevo.