Recuerdo el pesar con que un amigo que vivió las atrocidades de un gulag soviético me hablaba del silencio de las sociedades democráticas.
Me contaba que un día se presentaron en su habitación de la residencia universitaria que ocupaba en Moscú dos hombres trajeados. Le pidieron que sentara en la cama, y uno de aquellos hombres de negro se sentó a su derecha y el otro a la izquierda. Sacaron de una carpeta un documento firmado y le preguntaron si una de las firmas era la suya. Obviamente lo era. Había tenido el coraje de firmar la Carta 77, ese documento impulsado por Havel, Patotcka y otras personas prominentes que simplemente exigían que se cumpliesen algunas garantías legales.
Le preguntaron entonces si estaba con ellos o contra ellos. Él dijo que en contra no, pero que en ningún caso estaba con ellos. Aquello le costó una condena de diez años en el gulag y otros cinco en el exilio en Siberia. De aquello salió con la columna vertebral destrozada, pero con una convicción clara en el valor de la libertad.
Me decía, y es a lo que voy, que bajo la prensa del poder totalitario parecía surgir un caldo humano nuevo y libre. La tiranía actuaba como un lagar que, cuanto más apretaba, mejor mosto sacaba. Lo mejor del pueblo ruso, intensamente aplastado a lo largo de la historia, ha surgido siempre del abuso del poder, la opresión y el desamparo.
Él lo sabía, como casi todos los que estaban en la oposición silenciosa, y sabía que su fuerza estaba en la madurez espiritual y no en la confianza ciega en un poder salvador.
Desde aquella conciencia de verdadera libertad miraban con pena al otro lado del muro y sentían dolor por el silencio de una sociedad que se autoproclamaba vencedora de la Gran Guerra (así la llaman ellos) y de los valores democráticos, pero que callaba y silenciaba lo que sucedía a sus vecinos y hermanos, muchos de los cuales habían luchado hombro con hombro contra Hitler.
Es verdad que aquel establishment estaba representado por pigmeos morales como Sartre y por una izquierda cultural que no estaba dispuesta a aceptar que el comunismo podía resultar igual de opresor que el nacional socialismo.
Emparejar al socialismo internacional con el socialismo nacional era algo que en aquel momento no se podía tolerar. Pero a mi amigo, y a todos aquellos que penaban bajo los estertores del comunismo soviético aquellas finuras intelectuales les importaban bastante poco.
No pedían tanques americanos, ni aviones europeos. Sólo pedían que se rompiese el silencio oficial, un silencio que pesaba en ellos como la condena que aplasta a la víctima. Hay palabras que hieren cuando se dicen, pero hay otras que se pudren cuando no salen.
El silencio ante la injusticia se enquista en el alma de los que callan. "El que calla, otorga", decían los romanos, y "cuando debe hablar", continuaban. No hay que hablar siempre, no hay que estar comprometido con todas las causas, ni opinar de todo. Pero cuando una sociedad se pone de lado ante la injusticia más atroz, es esa sociedad la que se pudre.
Esta vez no ha sido así. Más de 370 ciudades a lo largo del globo se han manifestado en contra de la dictadura de Maduro, y eso es suficiente. Esta vez no hemos callado, y quizás no seamos conscientes del valor que esto tiene.
Para los venezolanos, porque sienten el apoyo internacional y la presión que pesa sobre Maduro. Pero también para nosotros, viejas democracias occidentales que a menudo pecamos de cansancio y masoquismo. Nos gusta demasiado hablar de nuestra decadencia, olvidando que así quedamos en brazos de nuevos dictadores. Gestos como el de un apoyo masivo al pueblo venezolano es un signo muy elocuente de que algo sano y vigoroso late en las entrañas de nuestro organismo democrático.
Al régimen de Maduro no lo derrotará la fuerza si antes no se produce la victoria moral de los que defienden la democracia como la mejor manera de abrazar la libertad de todos. Esta es la lección que nos dio la disidencia soviética y parece que la hemos aprendido.