La idea de aumentar el gasto público de la UE, como propone Mario Draghi, genera enormes dudas sobre su efectividad, especialmente cuando el instrumento de financiación europeo, el Next Generation EU (NGEU), no está funcionando como se esperaba.
Utilizar el dinero público, ya sea obtenido a través de impuestos o de deuda, para redistribuirlo a través de los gobiernos presenta elevados riesgos y contradicciones, especialmente cuando se compara con alternativas más orientadas hacia incrementos de eficiencia y productividad en el sector privado, como las rebajas fiscales y la promoción de inversiones directas por parte de las empresas.
La Comisión Europea, en su último informe sobre deuda en la zona euro, indicó que, en promedio, los niveles de deuda pública alcanzaron el 93% del PIB en 2023. Italia, uno de los países más afectados por la crisis, mantiene una deuda pública superior al 150% del PIB.
No hay que olvidar que los criterios de convergencia de Maastricht fijaron el tope para el buen funcionamiento de la zona euro en una deuda pública del 60% del PIB. En este contexto, proponer más gasto público parece una solución insostenible a largo plazo.
Además, las propias dificultades de implementación del NGEU se evidencian en los retrasos y obstáculos burocráticos. Según el Tribunal de Cuentas Europeo, sólo el 13% de los fondos asignados a los países se habían ejecutado efectivamente hasta finales de 2023, lo que cuestiona la capacidad de estos programas para generar un impacto real en las economías.
¿Por qué no promover que las empresas acometan directamente las inversiones, sin intermediarios?
Desde un punto de vista económico, las empresas tienen mayor capacidad para identificar proyectos rentables, lo que permitiría una asignación de recursos más eficiente. A diferencia del gobierno, que suele invertir en proyectos basados en criterios políticos, las empresas tienen un incentivo directo para maximizar la rentabilidad y la eficiencia.
El último estudio del Banco Mundial sobre la inversión pública vs la privada, publicado en 2022, estimó que las inversiones públicas, en promedio, generan un retorno de 0,8 dólares por cada dólar gastado, mientras que las inversiones privadas generan hasta 1,7 dólares por cada dólar invertido, más del doble.
Además, lo que pone de manifiesto este dato es que la inversión pública en promedio genera una pérdida de valor (de 1$ a 0,80$) mientras que la realizada por empresas incrementa su valor (de 1$ a 1,7$). Esto se debe a que las empresas están mejor equipadas para evaluar el riesgo y el retorno esperado de sus inversiones, lo que garantiza un uso más eficiente de unos recursos escasos.
Apostar por la rebaja de impuestos y los incentivos a las empresas es una estrategia más eficaz. Un ejemplo concreto es el caso de Irlanda, que desde los años noventa ha mantenido una política fiscal agresiva, con un impuesto de sociedades del 12,5%, uno de los más bajos de la Unión Europea.
Esto ha permitido que muchas multinacionales, como Apple, Google o Facebook, establezcan sus sedes europeas en el país, lo que ha disparado su PIB per cápita a niveles muy superiores a la media europea (superando los 100.000 euros en 2023, según Eurostat).
Además, las rebajas fiscales han permitido que las empresas reinviertan sus beneficios en nuevas contrataciones y expansiones, generando un círculo virtuoso de crecimiento económico.
En contraste, la opción de endeudarse para que los gobiernos repartan el dinero a través de subsidios y ayudas no sólo es menos eficiente, sino que también puede generar una distorsión en los incentivos. Cuando el gobierno interviene para repartir recursos, las empresas tienden a depender más de las ayudas públicas que de su capacidad para innovar y competir en el mercado.
Además, esto crea una carga adicional sobre los contribuyentes. Según un informe de la OCDE, los países de la zona euro con mayor presión fiscal tienen una media de impuestos del 41% sobre el PIB, lo que reduce considerablemente el poder adquisitivo de los ciudadanos y limita su capacidad de consumo e inversión.
Otro punto crucial es el retraso en los efectos de las políticas de gasto público. Existe un desfase temporal significativo entre la adopción de una medida de gasto y su impacto en la economía. Esto se debe, en gran parte, a los largos procesos de licitación, aprobación y ejecución de proyectos.
Por ejemplo, en el marco del NGEU, los proyectos deben cumplir con una serie de requisitos para recibir los fondos, lo que puede retrasar su implementación durante meses o incluso años.
En cambio, las rebajas fiscales tienen un efecto inmediato. Cuando se reduce el impuesto sobre la renta o el impuesto de sociedades, las empresas y los ciudadanos ven un aumento directo en su poder adquisitivo.
Un estudio de la Universidad de Harvard en 2020, elaborado por el profesor Raj Chetty mostró que una rebaja fiscal del 1% en el impuesto de sociedades aumentaría las contrataciones en un 3% en el primer año, lo que demuestra el impacto inmediato de este tipo de políticas.
A largo plazo, la mayor actividad económica generada por la inversión privada y las rebajas fiscales no solo contribuiría a un crecimiento más sostenible, sino que también podría aumentar la recaudación fiscal sin necesidad de incrementar los tipos impositivos.
Esto se debe al llamado efecto Laffer, según el cual, a medida que los impuestos bajan, la actividad económica aumenta, lo que lleva a una mayor base imponible y, por tanto, a mayores ingresos fiscales.
Por ejemplo, el estudio de Laffer y Moore (2019) muestra cómo, en Estados Unidos, tras la reforma fiscal de 2017, los ingresos fiscales aumentaron un 5% debido al crecimiento económico, a pesar de que los tipos impositivos se redujeron.
En resumen, el camino propuesto por Draghi de incrementar el gasto público para distribuirlo a través de los gobiernos no parece ser la mejor opción, especialmente cuando hay alternativas más eficientes.
La clave está en fomentar un entorno en el que las empresas puedan invertir directamente, con incentivos fiscales y una menor carga tributaria.
Esto no sólo permitiría una asignación más eficiente de los recursos, sino que también contribuiría a un crecimiento económico más rápido y sostenible. Al reducir los impuestos, se incrementa el poder adquisitivo de los ciudadanos y las empresas, lo que genera empleo, aumenta el consumo y, a largo plazo, mejora la recaudación fiscal sin necesidad de recurrir a una deuda insostenible, e incrementa la competitividad internacional.