Me pongo a cubierto para defender una propuesta de este Gobierno que está ahora hundiéndose en su propio fango.
O, por lo menos, para defender que quizá merece la pena tener un diálogo antes de lanzarnos a acusar al Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones de querer hundir (más aún) a los trabajadores de este país.
Hablo de las "flexibajas". Sí, ese debate que ha abierto la ministra Elma Saiz sobre la posibilidad de que algunos enfermos con incapacitación temporal puedan compaginar cierto nivel de actividad laboral con su baja médica.
No le presumo yo a la ministra buenas intenciones (tampoco malas) porque no la conozco y porque no sé si las intenciones son lo más relevante en este caso.
Ella niega que la propuesta tenga que ver con temas económicos e insiste en que su prioridad es la salud de los enfermos. Curioso entonces que lo haya querido anunciar en un evento de Nueva Economía Fórum y no en la Asociación Española contra el Cáncer, por ejemplo.
Pero detalles aparte, sí que llaman la atención las críticas, abanderadas por Yolanda Díaz (una tiene que recordarse siempre que Díaz forma parte del Gobierno y no de la oposición), que aseguran que esto desprotege a los trabajadores y que no responde a una necesidad real.
"¿Cuántos pacientes deseosos de volver a trabajar hay en España?", se preguntan muchos.
Javier Padilla, secretario de Estado de Sanidad, compañero de filas de Yolanda Díaz y médico de familia, asegura que cualquiera que haya pasado un tiempo en atención primaria sabe que las consultas están llenas de casuísticas en las que este modelo podría ser beneficioso.
Yo también convivo desde hace más de medio año con una persona a la que un cáncer ha dejado fuera de su puesto de trabajo y que está deseando volver a él. No porque no sepa con qué ocupar su tiempo, porque no esté cuidada o porque sienta que su vida no tiene sentido.
Simple y llanamente, porque le gusta trabajar y cree que es un bien para ella y para la sociedad. Quizá sea la única de España, pero mi pequeña aportación biográfica a esta columna es dar testimonio de que existe.
Esta persona no realiza un trabajo de los que se consideran vocacionales. No es maestra, periodista, cirujana o deportista. En su oficina no hay más que documentos esperando en su mesa, trámites burocráticos, gestiones administrativas.
Y, aun así, quiere volver.
Recibo por mensaje una reflexión sobre las "flexibajas" con motivo de la retirada de Rafa Nadal del tenis. Su tío ha revelado que a nuestro deportista estrella le auguraron el fin de su carrera en 2005 por el estado de su pie. Fue el año en el que ganó su primer Roland Garros y cuando decidió que seguiría adelante conviviendo con el dolor.
El WhatsApp que me llega dice: "Siendo una posibilidad para el trabajador que se vea con fuerzas y crea que puede aportar algo y beneficiarse personalmente, descartarla (la baja flexible) de partida y criticarla tan ferozmente es también restar valor al trabajo normal y anodino de la gente corriente. Y pensar que no le aporta nada bueno al que no es Rafa Nadal".
Porque aquí está el quid de la cuestión. ¿Es bueno el trabajo para la persona? ¿O es sólo bueno si alcanzas la gloria de Nadal o de un CEO de una Big Four? ¿Es posible que alguien, pudiendo elegir no trabajar, quiera hacerlo?
¿Sólo los artistas y los deportistas tienen derecho a estar enamorados de la importancia de su trabajo?
Por razones evidentes y legítimas, la sociedad actual está desarrollando una relación de rechazo o, como mínimo, de resignación hacia el trabajo. El abuso, las horas extras, las presiones, la precariedad, el burnout y todas las variantes de degradación de la actividad laboral están provocando que cada vez menos gente conciba el trabajo como algo intrínseco a la persona, y más como una herramienta de opresión.
Así que, aunque no quito ni una coma a los que auguran el peligro de que en las "flexibajas" existan presiones injustas, me pregunto si no estaremos comprando un marco en el que el trabajo es demonizado de por sí.
Tengamos cuidado frente a quienes, debiendo protegernos de la explotación, nos intenten convencer de que tenemos que protegernos del trabajo. Desconfiemos de quien nos quiera convencer de que el verdadero privilegio sería no trabajar.
Porque eso sólo crea una sociedad subvencionada y no hay nada más destructivo para la dignidad personal.
El verdadero privilegio es que el trabajo esté al servicio de tu vida. Cuando decimos que la vida de una persona no deber regirse sólo por criterios laborales, estamos también hablando de que debe poder incorporarse a un trabajo en sus propios términos si es eso lo que desea. Decirle que si no va a ser capaz de rendir al cien por cien mejor que no aparezca es también violentar un derecho.
Privilegio también es no tener que elegir entre cuidar y trabajar, porque es posible hacer las dos cosas. Privilegio es que tu trabajo no sólo te haga llegar a fin de mes, sino que te haga feliz. Privilegio es poder experimentar que el trabajo no es antagonista de tu vida, sino que puede ser medio para una existencia muy plena.
Simone Weil definía el trabajo como el "sentir en todo uno mismo la existencia del mundo".
Tu trabajo sirve para mejorar la vida de los demás, aunque no seas el presidente de la Organización Mundial de Trasplantes. Hacer bien tu trabajo importa. Trabajar bien te hace mejor. Precisamente por eso, cualquier degradación del trabajo debe ser denunciada y erradicada, porque es una degradación de la dignidad humana.
No sé si no queda mucha gente que se crea estas cosas. Pero yo conozco, al menos, a una que está deseando volver a ocupar su puesto normal, anodino. Sin la gloria del Roland Garros, pero con la excelencia del día a día.