La pregunta es si el Estado puede cometer un delito para desmentir el presunto bulo de un ciudadano anónimo. En ese terreno, el de la desproporción entre la enormidad de la fechoría cometida y la pequeñez del supuesto daño a evitar, se juega el fiscal general de Pedro Sánchez, Álvaro García Ortiz, cuatro años de cárcel. 

Que el fiscal general no es el hombre más listo de España lo demuestra que haya puesto no ya su carrera sino su libertad en riesgo para la obtención de media docena de titulares en beneficio del presidente del Gobierno. Esos titulares durarán 24 horas y mañana Sánchez estará ya a otras. Netanyahu, la vivienda, Franco o Zaplana. Pero cuatro años en Estremera son como noventa minutos en el Bernabéu: molto longo

Pedro Sánchez cree, en cualquier caso, que sí. Que es lícito delinquir para reventar a un particular. Y no ya al particular, que es sólo un medio para un fin, sino a su novia. Que ha resultado ser la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Es decir, la líder de la oposición.

Sánchez lo admitió frente a los micrófonos de la SER y el resultado en la práctica de esa convicción ha sido la primera imputación de un fiscal general en cuarenta y cinco años de democracia. Todo un hito, incluso para el sanchismo.

Pero oye, a él plim: el que se va a la cárcel es Álvaro García Ortiz. Siempre estará a tiempo de indultarlo, convertido el Estado de derecho español en el patio de Monipodio de Pedro Sánchez. 

Que la batalla de Sánchez contra Ayuso y su entorno es personal lo reconocen hasta en el PSOE. El presidente del Gobierno está obsesionado con la presidenta de la Comunidad de Madrid y de ahí la psicodélica operación policial contra Nacho Cano.

También, la insistencia en acusar de corrupción a Ayuso por un caso, el de su hermano, desestimado tanto por la Fiscalía Anticorrupción española como por la europea. Es decir, en difamarla con un bulo. 

Y de ahí también el 'caso novio de Ayuso'. Una inspección de Hacienda como esas de las que cada año hay 87.000 (literalmente, 87.000) y que en circunstancias normales, es decir si Alberto González Amador no se hubiera ligado a la presidenta, o si la presidenta no se lo hubiera ligado a él, no habría merecido ni un suspiro de la Moncloa. 

Álvaro González Ortiz ha renunciado a dimitir con el argumento de que es "lo menos gravoso". Se supone que para él, que no para la Fiscalía, cuyo prestigio rivaliza ya en altura gallinácea con el del Tribunal Constitucional, otro que tal baila. 

El currículo de Álvaro González Ortiz, en fin, es para verlo. Su nombramiento como fiscal general fue calificado de "no idóneo" por el Tribunal Supremo. Intentó recusar a los magistrados que debían decidir su continuidad en el cargo. El Supremo le imputó "desviación de poder" en el ascenso de Dolores Delgado. Fue condenado por el Supremo por ocultar los detalles de una investigación abierta contra él. Ordenó a la Fiscalía Provincial de Madrid difundir datos privados del novio de Ayuso. Cerró la investigación por asesinato que pesaba sobre Otegi. Se ha pronunciado y ha maniobrado sistemáticamente en defensa de los presos de ETA y los golpistas del procés, y muy en concreto Carles Puigdemont, en beneficio de los intereses del PSOE de Pedro Sánchez. 

Parece un cuento de terror, pero es la hoja de servicios del fiscal general del Estado, convertido ya en el nuevo Ábalos de Pedro Sánchez, ahora que el puesto de número dos para todo ha quedado vacante.

Que todos los que rodean a Pedro Sánchez estén ya imputados o camino de ello (su mujer, su hermano, su número dos, su fiscal general) debería servir como aviso a navegantes. Pero algunos siguen cayendo en la trampa del pantagruélico ego sanchista.

Si esto es un profesional de reconocido prestigio, cómo será el desprestigiado