Existe una brecha física en las catástrofes, un puente que separa a la gente que puede morir de la que no. Unos que salen al combate ya apuñalados, ya sangrantes. Y otros que observan maravillados, desde la playa, la furia espumante de las olas.
En el mejor de los casos, el currante al uso pierde su casa. En el peor de los casos, al maravillado le aterrizan las hamacas en la piscina.
Esto sí va de culpables.
Que ya lo hemos visto antes. Que ya se ha limpiado el vómito del Uber de los niños con reservado en el Teatro Barceló. Ya se han pedido comida a domicilio los Pombo en pleno apocalipsis. Que ya lo sabemos, que el poca ropa paga el pato.
No nos van a engañar más.
Los meteorólogos llevaban días avisando como avisa mamá cuando te subes a una silla. ¡Carlitos, no te lo digo más, te vas a abrir la cabeza! Pero Carlitos decide aguantar, estirar la paciencia de mamá un poquito más. Carlitos vacila y se balancea. Y se balancea y balancea…
En ese transcurso de tiempo, en ese balanceo, la normalidad en Valencia siguió su curso. La gente arrancó sus coches y se lanzó a las carreteras para cumplir un día más de trabajo. Por miedo, por presión, por necesidad. Por lo que sea, la carne y el pescado se vendieron.
Yo desde Madrid lancé un par de mensajes a colegas y familiares. Que cómo están por allí. Que si pueden salir de casa. Parecía todo tranquilo, nada alarmante. Pero como las mamás tienen siempre la razón, ya en la tarde, la silla de Carlitos se rompió.
Me llegó un vídeo al móvil. Era una riada salvaje de agua y escombros entrando por Paiporta, el pueblo que se llevó el primer puñetazo.
Después me llegó otro. Uno nuevo. Flotaba un coche de la policía local en Requena, el pueblo de un abuelo al que nunca conocí. Se llamaba Agustín. Le gustaba mucho el campo. Si estuviera vivo allí estaría, con sus perros, sus olivos y Pilar. Se dejarían llevar por la corriente antes de ver destrozada su tierra.
Mientras tanto, para los currantes al uso, empezaba una carrera contra reloj: volver a casa e intentar no morir en el intento. Es tan animal. Tan animal pensar que alguien se siente lo suficientemente sometido como para arriesgar su vida por una venta más. Se pasan por el forro de los zapatos la seguridad de sus trabajadores con sus mocasines de borlas tan excesivamente ridículos para un hombre ya tostadito.
Y el pueblo, mientras, en el fango. Siempre.
Y oye, que los que no hayan ido a trabajar por querer salvar la vida (que es lo que dirán en el coffee break estos tipos), tranquilidad, que hay días de asuntos propios y vacaciones para dar y tomar.
Qué disparate. ¿Con qué cara le dices a tu hijo que te tienes que ir a trabajar porque, de lo contrario, te van a despedir?
Esto sí va de culpables.
Martin Buber habla de la filosofía del diálogo, del yo-tú. "No existe un yo aislado, sino siempre en relación con el otro". Fácil. Uno sólo podrá vivir las cosas desde dentro si se lanza al agua, si nada con todas sus fuerzas, si se queda sin aliento.
Y mientras se sigan mojando los pies los que sustentan la ciudad, mientras sean los vecinos los que se sacan las castañas del fuego, entonces, permíteme que te diga, cara de whisky, que os matéis entre vosotros y a nosotros nos dejéis en paz.