Hay momentos en los que la esperanza se impone a la vida.
Así de sencillo.
No me refiero a la esperanza que pueda traer la ayuda económica o un futuro bien delimitado por las administraciones para volver cuanto antes a esa normalidad que era una realidad vivida con cierta calma.
Desde que ayer vi el vídeo de estos niños jugando al fútbol en el barro de Aldaia he pensado mucho en una frase de Michel Houellebecq: «Dios mío, ¡qué difícil es vencer la esperanza, qué tenaz y astuta es!». pic.twitter.com/Ow1VfDD6Au
— Xacobe Pato (@xpgigirey) November 5, 2024
Me refiero a una esperanza "a pesar de". Una esperanza que se impone a la vida a pesar de sus circunstancias, a pesar de sus pruebas y de sus sinsentidos. A pesar de sus tragedias.
Esos momentos en los que la esperanza toma un desvío para seguir intacta, aún envuelta por la textura viscosa y maloliente del barro.
Una de esas ocasiones me llega al móvil. Se trata de un vídeo en el que aparecen cuatro chavales, cuatro niños que no tendrán más de once o doce años, jugando al futbol en medio del lodazal en el que se han convertido las calles de su pueblo, Aldaia.
Se puede ver a una señora de fondo, no sabemos si madre o abuela o completa desconocida de estos chicos, que sigue con su faena de limpieza, al margen de lo que está sucediendo frente a la puerta de su garaje.
A simple vista, se trata de una escena cotidiana, de lo más habitual. Un grupo de amigos que se pasan el balón, que juegan al fútbol como harían cualquier otro día al salir del colegio.
Pero este no es cualquier otro día.
No han ido al colegio y están enfangados hasta los codos por un barro que ha arrasado las vidas de tantos. Que ha arrasado sus propias vidas.
Tal vez estén tomando un descanso de las labores de limpieza o recién llegados de ir a por víveres para el día. Tal vez lleven horas dándole patadas a la pelota porque no tienen otra cosa con la que distraerse, porque no tienen colegio al que ir ni consola con la que jugar.
No lo sé. Lo que sí sé es que se trata de uno de esos instantes en los que la esperanza pulsa el botón de pausa. En los que la vida, tal y como se está desarrollando alrededor, se para por unos momentos para quedar encapsulada en una burbuja de normalidad. En unos brazos que se elevan en frustración por un gol que no se marca. En un probable choque de manos por una jugada bien hecha.
Julio Cortázar dejó escrito en Rayuela que "probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose".
Puede que esta escena, esta pachanga, sea una forma que tienen los chavales de protegerse de la realidad que les rodea, del fango que les cubre hasta las cejas, del olor que se les incrusta en el cerebro. De normalizar una situación completamente anormal y de la que no se sabe exactamente cuándo se van a recuperar.
Pero creo que también es una forma de protegernos a los demás. A los adultos, a los que están con las palas achicando agua embarrada, a los que estamos desde lejos, viviendo esta situación con impotencia.
Es una forma de demostrar que, envueltos por la desolación, sigue habiendo la posibilidad de pequeños reductos de evasión, incluso de alegría.
Dice el refranero español que mientras haya vida, hay esperanza.
Lo que nos revelan estas imágenes que nos llegan desde Valencia, minoritarias, pero notorias, de estos chicos jugando, de voluntarios comiendo y brindando, de músicos cantando en la calle para aligerar la jornada, es que mientras haya esperanza, hay vida.