La justicia ha detenido a los ladrones, ha aportado las pruebas, y un taciturno juez los ha condenado. Pero al salir del juzgado, una muchedumbre que simpatiza con ellos porque detesta a la sociedad en la que vive provoca un tumulto que facilita la huida e impunidad de los malhechores.
Así acaba la película, con Sean Connery saludando sonriente desde el carruaje en el que se fuga dispuesto a disfrutar de su botín, mientras que a los que lo han ayudado sólo les quedará su resentimiento satisfecho.
El primer gran asalto al tren es una recomendable película que reúne a Connery, Donald Sutherland y Lesley-Anne Down y que, por alguna razón, me apeteció ver este fin de semana en el que el PSOE celebraba su Congreso.
Obviamente, los enfervorecidos participantes del congreso que se pusieron en pie para aplaudir a Chaves y Griñán no eran exactamente iguales a la turba que jaleaba a Connery por dos razones, y la primera es que ellos sí aspiran a disfrutar de las migajas del botín: algo puede caerles de la solidísima red clientelar que Pedro Sánchez está organizando.
Y para que no quedaran dudas, el propio presidente anunció su medida estelar, crear una oficina de la vivienda.
Inmediatamente todos se pusieron en pie y aplaudieron como focas porque entendieron que a la lotería del PSOE, ya de por si bastante generosa, acababan de añadirles unas cuantas bolas premiadas más. ¡Más sillones a repartir!
Pero hay una segunda razón que distingue a los socialistas de la caterva de desarrapados que esperan a Connery a la salida del juicio.
Ellos están en una secta, disfrutando del calor de la pertenencia y de la sensación de estar embarcados juntos en una misión providencial. Siempre hay un cierto solapamiento entre los partidos y las sectas porque en ambos casos los fieles viven en burbujas de información autorreferenciales sometidos voluntariamente a los caprichos de un líder que antes o después se habrá vuelto chiflado.
Pero cuando la realidad se torna especialmente desfavorable para los partidos, esas burbujas se convierten en búnkeres indiferenciables de las sectas.
El otro día Jorge Vilches hacía un relato de la bunkerización del franquismo en sus últimos días, y los parecidos con el sanchismo enfangado en corrupción y asediado por los jueces son realmente notables.
Sólo desde la limitada perspectiva que ofrecen las rendijas del búnker se puede explicar que los socialistas ingieran sin pestañear la contemplación de sus dirigentes, cuya aversión al trabajo es notoria, cantando con el puñito en alto el apolillado himno del movimiento obrero, y a Santos Cerdán intentando descifrar en el teleprompter lo de la famélica legión.
Y sólo desde la mirada de un adepto de Jonestown puede asistirse impertérrito a la afirmación de que el PSOE ganó las últimas elecciones generales, lo que sólo podría ser cierto si es que ya se ha fundido con los herederos de ETA, los golpistas catalanes y los cómplices de la dictadura caraqueña.
Esto último, desde luego, ya es así.
Hace más de un siglo, Robert Michels quedó perplejo ante una evidencia. ¿Cómo puede ser que los partidos políticos, que son instituciones esenciales de la democracia, sean tan poco democráticos en su funcionamiento? Llamó a esta constatación Ley de hierro de las oligarquías, que a estas alturas ya se ha convertido en Ley de grafeno, material del que también están hechas las caras de nuestros cantores de La Internacional.
El hecho es que todos los mecanismos conocidos que hacen que una democracia liberal funcione (la división del poder, el funcionamiento de contrapesos o la independencia del que está destinado a juzgar) quedan fuera de los partidos, depositados junto al felpudo de la entrada como unos zapatos que se dejaran fuera para no ensuciar la casa con gérmenes democráticos del exterior.
Esto era así en tiempos de Michels y ahora es peor. Posiblemente, si los padres fundadores siguieran escribiendo en El Federalista se plantearían inmediatamente una reforma de la Ley de partidos para ventilarlos y que circule por ellos la inteligencia.
Mientras tanto el fin de semana asistimos a esta escena. Una asistente al Congreso pidió, razonablemente, que la ejecutiva saliente rindiera cuentas, y que constara en acta su petición si no era tenida en cuenta. Pues queda incluida en el acta, compañera, le contestaron alegremente desde el estrado.
Y más aplausos.
Y es que pedir la rendición de cuentas cuando estás entre hermanos no deja de ser una grosería.
Y hablando de hermanos, ¿qué hacía el padre Ángel aparcado beatíficamente en segunda fila? Quién sabe, tal vez Sánchez aspire también a pescar votantes en el caladero religioso.
De momento ya ha iniciado un tímido giro respecto a la chaladura de género que previsiblemente pille al PP enredado en el penúltimo marco mental en el que le haya metido el PSOE.