La evaluación de las competencias educativas de los alumnos españoles de los últimos años revelan el evidente deterioro de la educación en nuestro país.
Quizá haya llegado el momento de evaluar no sólo a los alumnos, sino también a los políticos que llevan encadenando reforma educativa tras reforma educativa para acabar colocándonos en los últimos puestos europeos.
Porque en España, después de años viendo los mismos resultados, nadie rinde cuentas y eso es, en realidad, lo más peligroso de esta cuestión. Que acabemos convertidos en una sociedad que no sabe enmendar sus propios problemas.
Esta ausencia de responsabilidades es el resultado directo de querer dar palmaditas en la espalda a los alumnos de familias pobres o inmigrantes (qué bien lloran en público los que luego no hacen nada).
De utilizar las políticas educativas para desahogar las fobias hacia la educación privada y concertada.
Y de querer imponer un programa ideológico en vez de un currículum académico.
Esta obsesión sectaria es la única explicación plausible para la desatención de este problema.
No es comprensible que, mientras el profesorado denuncia vivir asfixiado por la burocracia y el aumento de agresiones por parte de los alumnos, las élites políticas de nuestro país hablen de la necesidad de matemáticas socioafectivas.
Por otro lado, el credo posmoderno de la nueva educación encuentra como aliado a un grupo de padres abúlicos que consideran que hacer los deberes es violencia y que leer a Delibes con once años es una imposición del tardofranquismo.
Sin padres que educan a sus hijos en la alergia absoluta a la frustración y en la nula tolerancia a la crítica.
A la clase política no le preocupa el deterioro de las competencias educativas básicas porque aquí de lo que se trata es de convertir la educación en el vehículo de transmisión de un modelo ideológico que fomenta el victimismo, que sustituye lo bueno por lo nuevo y que convierte el currículum en un manual de gestión de emociones.
Gritan que la meritocracia no existe, pero son ellos los que cortan la cuerda del ascensor social y dejan que caigan los que más lo necesitan.
Gritan que los alumnos más pobres se ven discriminados por el sistema, mientras les regalan a los ricos el privilegio exclusivo de poder decidir la educación para sus hijos.
Gritan que la autoridad y la disciplina son coercitivas y dejan a los niños en brazos de la dispersión y el pensamiento acrítico.
Se les llena la boca con el derecho a la educación y obvian que la principal tarea de la educación es convertir al alumno en un ciudadano intelectualmente libre.
Los estafados son los propios alumnos. Porque una sociedad que fracasa con su educación es una sociedad que renuncia a la cohesión social, que no es capaz de generar clases medias estables porque ha bloqueado el único procedimiento eficaz para crearlas y que, por tanto, fermenta un caldo de cultivo para los populismos, auténticos depredadores de generaciones criadas en el resentimiento.
Como escribió C. S. Lewis, "si somos escépticos, sólo enseñaremos escepticismo a nuestros alumnos; si necios, sólo necedad; si vulgares, sólo vulgaridad; si santos, santidad; si héroes, heroísmo. Admitimos que un hombre que no sabe griego no puede enseñar griego: pero es igualmente cierto que un hombre cuya mente se formó en un período de cinismo y desilusión no puede enseñar esperanza o fortaleza".
Quizá el declive de las habilidades matemáticas de los jóvenes españoles no sea el verdadero problema, sino tan solo síntoma de algo mucho más grave: la asociación entre una clase política sectaria y una sociedad indolente.
Ambas manosean el sistema educativo.
La primera, para que sea un vivero de ciudadanos manipulables.
La segunda, para que no estorbe mucho en casa.