Donatien Grau es mi joven compañero.
Primero, por cuestión de tiempo (tiene la mitad de mi edad). Pero también en el sentido (colega y amigo) que los antiguos de la Rue d'Ulm solían dar a la expresión.
Es el único egresado de la Escuela Normal que, según mi conocimiento, ha defendido, después de obtener la admisión, una tesis en numismática (La Memoria numismática del Imperio romano, Les Belles Lettres), y el único en haber escrito, al año siguiente, un libro íntegramente en latín (De Civitate Angelorum, ediciones Yvon Lambert).
Ahora publica una obra que durante mucho tiempo soñé con escribir: una autobiografía a través de los otros. Un autorretrato hecho de los retratos de algunos contemporáneos que han sido significativos en su existencia y que cuentan esa vida más que sus extravagancias o logros destacados.
Hay artistas plásticos. Escritores. Un filósofo que se me parece. Un curador. Un creador de moda que creía, como Cocteau y Morand, que los vestidos eran textos. Otro novelista, ocupado en tender puentes entre vidas digitales y libros antiguos.
El problema es que Grau, quien no teme a los códigos crípticos, no da los nombres. Así que uno se ve obligado a recorrer esta galería como si fueran Carácteres escritos por un La Bruyère que cree en la poesía y las ideas.
O como un Cuadro de costumbres de esta época firmado por un cronista generoso y enemigo de las pasiones tristes.
O como una ficción (lo cual encaja bien, ya que el libro se publica, en Seuil, en la legendaria colección "Ficción & Compañía").
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Conocí a Alain Minc en 1966, en el liceo Louis-le-Grand, en París. Yo estaba en hypokhâgne y él en hypotaupe.
En mi recuerdo, es sorprendentemente similar a lo que es hoy. Misma silueta. Mismo aire ascético y apasionado. Misma manera, mientras se preparaba para las escuelas de ingeniería más prestigiosas, de venir, durante el recreo, a la galería vecina a medirse con los literatos y demostrar que también dominaba a Hegel, el joven Barthes o los méritos comparados, en la historia de la Roma antigua, de Theodor Mommsen y Henri-Irénée Marrou.
En resumen, sumado a la fidelidad absoluta que siempre ha mostrado a sus amigos, la misma mezcla de insolencia, esnobismo de excelencia e inteligencia implacable que sigue siendo su marca distintiva hasta hoy.
Así, terminó encarnando, en el panorama (que tiende a despoblarse) de mis antiguas amistades, una especie de patrón oro de ese "tiempo inmóvil" que inventó el difunto Claude Mauriac. Ese tiempo que vuelve contemporáneos momentos muy distantes de nuestras vidas, y que hace que no siempre envejezcamos tanto como deberíamos.
Pero ahí está. Publica Somme toute, que también es una especie de memorias y cuyo título me deja helado.
Hace pausas en imágenes de su vida como consejero de príncipes y barones de las finanzas y la industria. Revisa los clichés (globalización feliz, dinero loco, círculo de la razón) que logró, ¡y no es poca cosa!, imponer en el debate público.
No esquiva sus fracasos (como la incursión bursátil en Société Générale de Belgique), ni los errores o puntos ciegos (ecología, populismo, "acomodamientos razonables" con la tentación islamista) de una carrera de ensayista que quiso, conforme al programa de Louis-le-Grand, haberlo visto todo antes que los demás.
Pero sobre todo, encontramos una galería de retratos queridos, igualmente constitutivos. Pero que, a diferencia de los del joven compañero Donatien, han caído todos en el campo de honor del "tiempo inmóvil".
Allí están Semprún, el grande de España. Lanzmann, bravucón tronante y genial. Simon Nora, héroe de la Resistencia y condestable del servicio del Estado. Pierre Bergé, bestia única que supo inventar una forma de existir. Otros.
Y esas voces, algunas de las cuales no me fueron menos queridas que a Minc, me hacen pensar de repente –y qué importa si la fórmula choca–: cómo pasa el tiempo.
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Hubo un tiempo en el que Philippe Jaccottet dictaba las leyes en un rincón de las letras francesas. En el que Jean-Jacques Brochier dirigía una revista verdaderamente literaria. En el que cierta Monique Kuntz otorgaba el premio Valery-Larbaud a Jean-Paul Enthoven, quien causaba escándalo al no quedarse al almuerzo de entrega.
Hubo un tiempo en el que Gérard-Julien Salvy era joven. En el que Michel Leiris estaba vivo, quería parecerse a Fred Astaire y encontrarse con él era un sueño para principiantes.
Un tiempo en el que Léon-Paul Fargue pasaba, a ojos de algunos, por tan buen prosista como Paul Valéry. En el que se debatía si Fitzgerald había tomado prestado o no de Keats el título de Suave es la noche. Y en el que viajar a Venecia, incluso de forma repetida, era una experiencia iniciática.
Hubo un tiempo en el que ningún Internet te eximía de buscar un texto inencontrable de Giraudoux, Elizabeth von Arnim o Charles Nodier.
Ese tiempo fue ayer. Es, en realidad, el de mis comienzos. Y lo encuentro en el último volumen (1978-1999, La Table Ronde) del Diario de un poeta, él mismo olvidado y que una joven novelista contemporánea me señala: Bernard Delvaille. Gracias a ella.
La sombra del pasado se alarga, como una nube, sobre nuestro mundo vuelto loco. Y es un deber, cuando se puede, devolverle vida y profundidad.