La empresa Glovo, que acumula una deuda millonaria con la Seguridad Social y múltiples sanciones por generalizar la contratación de falsos autónomos, comunica ahora que abandonará este modelo de negocio fraudulento y empezará a cumplir la ley, respetando las relaciones laborales.
En España, hemos naturalizado comunicaciones tan kafkianas y repugnantes como esta.
Cumplir la ley no debería ser objeto de un anuncio o de un cambio de criterio, ni la última opción a la que uno se aferra cuando tu consejero delegado está investigado en un procedimiento penal por un presunto delito contra los trabajadores.
El secretario general de CC. OO., Unai Sordo, ha comentado la noticia en términos muy acertados: "La ley es una herramienta ante los poderosos, no un engorro burocrático".
Cabría precisar, eso sí, al contrario de lo que la propaganda gubernamental suele propalar, que la ley ya existía. Se llama Estatuto de los Trabajadores, y regula en su artículo 1.1 la relación laboral.
La ley rider resulta, en el mejor de los casos, una redundancia.
Han sido, como tantas otras veces, la Inspección de Trabajo y Seguridad Social, con su impagable trabajo (y sin medios suficientes, con frecuencia desatendidas sus legítimas reivindicaciones por este mismo gobierno), y los juzgados y tribunales los que han perseguido comportamientos abusivos de empresas como esta, la vulneración sistemática de los derechos laborales y la precarización generalizada a la que llevan contribuyendo durante décadas con una forma de proceder salvajemente abusiva, generando de paso un agujero nada desdeñable en la Seguridad Social, ahora que se cuestiona sin disimulo, desde diferentes flancos políticos y mediáticos, la sostenibilidad de nuestras pensiones públicas.
Si volvemos a la frase de Sordo y nos da por ponernos optimistas, encontraríamos ahí ecos de la mejor herencia ilustrada, socialista y republicana. La que se toma en serio el imperio de la ley y la importancia del Estado como instrumentos que garantizan la justicia y la igualdad entre ciudadanos y frena la arbitrariedad y el despotismo.
Ya saben: gobierno de leyes, no de hombres.
Durante demasiado tiempo, sin embargo, buena parte de los supuestos progresistas y de los representantes de una izquierda desnortada, se han ciscado, sin disimulo alguno, tanto en la ley como en el Estado (de derecho).
Es más, el Estado de derecho, el imperio de la ley y la seguridad jurídica se han convertido en algo así como un corpus instintivamente despreciado por conservador. Cierta tradición progresista, en el mejor de los casos, no les prestaba especial atención, llegando incluso a despreciarlos como inercias burguesas con la que había que acabar.
El desquicie posmoderno de arremeter contra el Estado, aunque cumpliera los estándares democráticos y sociales, resultó letal. En España, los efluvios posmodernos se fundieron con el viejo espíritu individualista, secularmente arraigado en nuestro imaginario colectivo, y sirvieron de artillería pesada contra el Estado.
Durante mucho tiempo, la ley, como advertía Sordo, ha sido caricaturizada como un "estorbo burocrático" para alcanzar el poder.
Es triste que semejante enseñanza, si somos rigurosos, no se sostenga con la mínima coherencia exigible ni por los propios dirigentes sindicales, ni por los representantes de este gobierno, ni por ninguno de los voceros de la izquierda oficial.
Acabamos de asistir en el último Congreso Federal del PSOE a un verdadero aquelarre orgánico. Una suerte de conspiranoia generalizada, un impúdico "prietas las filas", sin rastro de autocrítica ni de principio de realidad. Si algo caracteriza al PSOE de Pedro Sánchez y al actual gobierno es, precisamente, el desprecio sistemático de ese imperio de la ley al que aludía acertadamente Sordo frente a Glovo.
Las instituciones del Estado son colonizadas de forma indisimulada por el PSOE, una estructura, a su vez, completamente vaciada y dispuesta a imagen y semejanza del líder, en una confusión inquietante y poco democrática entre partido, gobierno y Estado.
No es la mejor manera de prestigiar lo público, ni de tomárselo en serio, sino más bien todo lo contrario. Ofrece una irresponsable artillería argumental a aquellos que fantasean con privatizar hasta el aire que respiramos.
Y, sin embargo, una palabra flota en el ambiente como justificación permanente de cualquier desmán: lawfare. La teoría dice que se denuncia la instrumentalización de la justicia y se defiende la necesidad de desjudicializar la política.
Enunciado el mantra, servida la cascada de demagogias. Y no pocas se han hecho en nombre de esta causa pretendidamente progresista. Al fondo aparece la impugnación populista de la ley, concebida como "estorbo burocrático".
Una justicia que sería genéticamente de derechas, según el relato oficial.
Unos jueces y magistrados, ontológicamente conservadores.
Representantes también, ay, del heteropatriarcado, esa fórmula conjuro que sirve para un roto y para un descosido cuando se traza la línea divisoria entre buenos y malos, entre víctimas y verdugos. Por ejemplo, para mirar con recelo la presunción de inocencia, en el summum del delirio, y preferir "espacios seguros" tan arbitrarios como muros de redes sociales y denuncias anónimas.
Como se trata de embadurnarlo todo con una apestosa loción identitaria, la que corroe nuestra ciudadanía democrática y la descose por todos los flancos, no se escatiman brochazos gordos.
Y es que uno podría aspirar a que se regulase mejor la acusación popular, incluso de forma más exhaustiva o restrictiva, lo cual es dudoso y admite un profundo debate. Pero eso no nos debería conducir a poner el grito en el cielo cuando esta misma acusación popular es ejercitada por asociaciones legales (aunque nos caigan muy mal, mientras que no sean ilegalizadas) frente a, digamos, la esposa del presidente.
Nadie puede ser más que nadie en democracia. Es la ley la que nos debe igualar radicalmente a todos.
Cuando se proclama como verdad revelada la necesidad de desjudicializar la política, ¿qué se está queriendo sugerir? ¿Carta de impunidad para un grupo de elegidos? ¿Acaso no es este un argumento de doble filo, que se puede volver en contra de los que ambicionamos una sociedad justa, igualitaria, de verdaderos libres e iguales?
¿Acaso no podrían acogerse a esta desjudicialización los poderes económicos, los propios 'glovos', que tanto poder concentran en esta sociedad capitalista, para someter a los débiles?
De hecho, no se trata de una mera hipótesis de trabajo. Repasen la hemeroteca: encontrarán constantes invocaciones desde las filas del fundamentalismo de mercado sobre la necesidad de "desjudicializar el despido" o los conflictos laborales.
La traducción es bien sencilla. Permitamos que la ley deje de regir las relaciones entre desiguales y embridarlas democráticamente. Permitamos, en definitiva, al fuerte ejercer libremente su dominio sobre el débil.
La ley y el Estado de derecho no pueden ser objeto de una defensa guadianesca por parte de la izquierda. En el contexto económico voraz en el que nos encontramos, el Estado y la ley no son estorbos burocráticos, sino un verdadero instrumento democrático frente a la arbitrariedad de los poderosos.
Pero apliquémonos el cuento todos.
Los propios sindicatos, cuando operan como cooperadores necesarios de las políticas de segregación lingüística que, conculcando la ley y las sentencias judiciales, impiden a tantas familias trabajadoras escolarizar a sus hijos en español en Cataluña.
Los miembros del gobierno, que nos cuelan la amnistía como una medida imprescindible para parar el fascismo, aunque sea un ejercicio de corrupción política impuesto por un partido de ultraderecha xenófoba como Junts.
Los corifeos de lo injustificable, cuando niegan acríticamente la sombra de corrupción que se cierne sobre el gobierno, con indicios bastante sólidos de que, una vez más, instituciones tan esenciales como la Fiscalía General del Estado se utilizan de forma espuria (y presuntamente delictiva) contra los oponentes políticos.
¿Cuándo la ley dejó de ser una herramienta ante los poderosos para convertirse en un engorro burocrático o, incluso, en una cosa de fachas?