¡Van tan rápido las cosas! Ayer eran salvajes (está por decidir si buenos) los franceses, y hoy inauguran catedrales. Han pasado de la Prehistoria a la Edad Media en seis meses.

Catedral de Notre Dame.

Catedral de Notre Dame.

París era el hazmerreír del mundo a finales de julio: en vez de pintar monigotes en las piedras como preescolares sin papel, colorearon a un tipo de azul y quedó como un pitufo del que no hubiesen mirado la etiqueta en la que se exigía lavar en frío.

Hoy reabre Notre Dame, que es una de las doce estrellas de la bandera de Europa, torre de occidente, aguja por la que se enhebra la civilización, reclinatorio de la Ilustración.

Qué lejano aquel París de abril de 2019, cuando ardió como una almenara y nosotros sin enterarnos de lo que se venía. Qué ajenos a las pandemias y a la escabechina de las libertades, como si eso nunca nos fuese a ocurrir.

Tampoco podía arder Notre Dame y ardió.

Y mirábamos aquel atentado, que no había cometido nadie, en la televisión sin poder despegar los ojos como yo no recuerdo desde el once de septiembre de 2001.

Cuando cayeron las Torres Gemelas terminaron los felices noventa del siglo pasado como otro crack en Wall Street.

Cuando ardió Notre Dame, una generación más se graduó en esto de los reveses de la vida, sin muertos. 

Domingo solemne en París. Domingo de misa y de gracias a Dios, como si Europa hubiese vuelto a mirar al cielo en vez de mirarse a un ombligo deshecho de tanto sobarlo los últimos años y llevarlo al psicoanalista de paseo para que le cobre por unos traumas singularísimos que son comunes a todos los adolescentes que conozco.

Lo que ocurre es que en Europa la adolescencia se ha vuelto crónica en la última década. Lo de los Juegos Olímpicos de este verano fue la función infantil de final de curso en el que los padres sienten un orgullo insano de los hijos y los familiares de segundo grado miran con incredulidad el esperpento al que se ven obligados los críos, pero nunca se atreverán a confesarlo. 

En España, desde hace tiempo, llegamos tarde a todos los acontecimientos históricos. También a la reinauguración de Notre Dame, como si desde el siglo XIV se inaugurase todos los años, como si se quemase todas las décadas.

Y resulta que no había ningún representante libre de Moncloa que pudiese acudir. ¡Ay, prioridades! O la falta de ellas. 

Dijo Urtasun el lunes en una rueda de prensa de Sumar que no estaba allí como ministro, como si los lunes fuese militante, los martes ministro y los miércoles simplemente un ciudadano que pasaba por allí.

Que no hubiese nadie representando al Gobierno español el domingo en París, tampoco Albares por mucho que ahora ponga el punto de vista en Casa Real, cuando se dio cita para el acontecimiento lo más granado del mundo, de Meloni a Zelenski y de Musk al príncipe Guillermo, pasando por Donald Trump, demuestra que el PSOE y sus socios no comprenden que esto cambia muy rápido y que se están quedando solos. 

No han entendido que es más importante reconstruir catedrales para el mundo que construir nuevas identidades, países y coartadas con las que seguir agarrándose al poder