Un error común de los comentaristas de la actualidad política es entrar a valorar los temas de la agenda del Gobierno abstrayéndolos del contexto que motiva su promoción.
Es el caso del anteproyecto aprobado este martes para reformar la Ley Orgánica Reguladora del Derecho de Rectificación. Incluso las cabeceras más críticas con la pulsión autocrática del Gobierno Sánchez, movidas por un prurito de ecuanimidad encomiable, han entrado a interrogarse sobre si la extensión del derecho de rectificación a la información publicada en redes sociales puede ser razonable, aunque no sea en el sentido en que lo ha enfocado Moncloa.
En las condiciones puras de un laboratorio mental (que nunca son las de la política), sería legítimo plantearse el debate de si las redes sociales deben pasar a recibir la misma consideración que los medios de comunicación convencionales.
Pero, al obviar que la génesis de la iniciativa no es otra que sembrar incredulidad sobre la robustez de los procesos judiciales que afectan al presidente, se incurre en la falta de prudencia de apuntalar el relato de la "máquina del fango".
¿O acaso el Ejecutivo contemplaba un Plan de Acción por la Democracia antes de que las portadas de los periódicos se poblaran diariamente de informaciones devastadoras sobre su mujer, su ex número dos, su hermano o su partido?
En cualquier caso, otro de los errores comunes de los analistas políticos, aherrojados por la transitoriedad de los sucesos cotidianos, es lo que los historiadores han denominado evenemencialismo.
Es decir, un tipo de descripción subjetivista y superficial de los hechos que considera el acontecer como una mera sucesión cronológica de eventos, decantada por las decisiones de los actores políticos. Y que al centrarse en interpretaciones de corte personal, ignora el entorno de las estructuras históricas de largo alcance en el que se inscriben los acontecimientos.
De ahí que no podamos atribuir solamente al empeño de Pedro Sánchez por zafarse del escrutinio mediático un fenómeno que es más general.
Con un sucinto ejercicio de política comparada, se comprueba que el Gobierno socialista español no es el único que de un tiempo a esta parte aventa el marco de los "bulos" y los "pseudomedios". En toda la izquierda occidental se observa esta fijación con las "fake news" y la "desinformación".
Habrá quien diga que es normal si se atiende al momento actual, sacudido por las perturbaciones que ha introducido en las democracias los nuevos sistemas de comunicación.
Bolaños tras aprobar el Decreto Ley de derecho a rectificación en redes sociales: "Queremos garantizarlo cuando se vean afectados por una información falsa o un bulo"
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) December 17, 2024
🗣️ "Creo que vamos a mejorar y mucho el debate público en nuestro país" pic.twitter.com/mc5WCJHLtt
Pero, curiosamente, a los teóricos y voceros progresistas no les preocupaba tanto la desestabilización auspiciada por las redes sociales cuando estas servían para organizar la logística de movimientos como la Primavera Árabe o el 15-M, sino cuando han coadyuvado a la victoria de Donald Trump.
En realidad, la vocación de las izquierdas de controlar el flujo de información se explica como consumación de su concepción monista de la democracia.
Los ilustrados (esto es, los progresistas) son quienes detentan el acceso a la verdad, que se extiende del plano natural al moral. A su vez, su racionalismo político concibe la política como una ciencia, y no como un arte. Y bajo esta concepción, entienden que no puede haber opiniones variopintas, que sólo pueden ser expresión del error, porque la verdad (política) sólo puede ser una.
En este esquema, que asume que existe una verdad moral única y definitiva, ya descubierta, la multiplicidad de perspectivas no tiene cabida. Es decir, el pluralismo no tiene cabida.
Así se entiende también la constante invocación por parte de este Gobierno de los "expertos" para investir de autoridad científica e inapelable planteamientos en realidad netamente ideológicos, sobre cuestiones que en otro tiempo estaban sujetas a discusión.
Volviendo al caso del derecho de rectificación, es muy revelador que, para presentarlo, Félix Bolaños hablase de poner coto a "profesionales del bulo que todos los días enfangan nuestro debate público".
Porque el derecho de rectificación no implica que la información publicada sea mentira, aunque Bolaños equiparase inexactitud con falsedad. No entra a valorar si los hechos publicados son falaces: sólo garantiza que quien se considera subjetivamente perjudicado por ellos pueda dar su versión de los hechos.
En cambio, Moncloa ha retratado el procedimiento de rectificación como un juicio sumarísimo que equipara la publicación de la réplica del perjudicado con la asunción de que quien publicó la información estaba intoxicando con "bulos".
Lo que pretende el Ejecutivo, al establecer que "los usuarios de especial relevancia" puedan eventualmente verse obligados a rectificar, es crear un clima incitador de la autocensura entre aquellos perfiles mediáticos que amplifiquen informaciones indeseables para el Gobierno. Además de hacer que estos puedan ser empleados como extensión de los canales de propaganda gubernamental.
Y a la vista de que el PSOE ya ha demostrado sobradamente que lo que entiende por mentiras es, la mayoría de las veces, diferencias de opinión, ¿alguien piensa que este mecanismo no será instrumentalizado por las guerrillas digitales monclovitas para intentar, con los suyos, neutralizar los mensajes críticos con el Gobierno?
La izquierda juega a esta operación de reducción intencionada de todas las enunciaciones políticas a la categoría de proposiciones, que describen un hecho que sólo puede ser verdad o mentira.
Lo fundamental es que el Gobierno está alentando una lógica que asimila la divergencia de opinión al alejamiento de la verdad. El frecuente empleo del término "negacionismo" para deslegitimar la discrepancia en temas como la violencia sexual o el cambio climático demuestra hasta que punto la dogmática progresista ha pasado a estimar que sus detractores ni siquiera son malos, sino que sus principios morales son falsos.
Pero no todas las afirmaciones son descripciones de un estado de cosas, y por tanto no todas están sujetas a verificación lógica o empírica. Por ejemplo, ¿afirmar que el aborto es un asesinato es una mentira? ¿Un bulo susceptible de perjudicar, por ejemplo, a las mujeres, y por tanto también objeto de rectificación?
Con el emborronamiento de las fronteras entre lo fáctico y lo valorativo, el progresismo va reemplazando la idea clásica de la política, que se desplegaba, siguiendo a la filósofa Chantal Delsol, en el reino de la opinión por una que se despliega en el reino de la verdad.
Y la verdad política sólo puede ser la unanimidad totalitaria.