La pregunta recurrente de estos días es: "¿Hasta dónde va a llegar el conflicto en Oriente Próximo entre Israel y su amplio abanico de enemigos?".
Permítanme sugerirles que no pierdan el tiempo con ella, pues cualquiera que se aventure a predecir mediante osadas boutades es, o un vendedor de crecepelo, o un bobo.
Y es que los factores que afectan a la situación actual son tan numerosos e impredecibles que predecir resulta ridículo.
Lo que sí podemos hacer es interpretar los hechos para intuir lo que puede estar por llegar.
Y la realidad nos dice que un año después de los terribles y repugnantes atentados perpetrados por Hamás con el auspicio de Irán, Israel ha acometido una estrategia tan audaz como ambiciosa para desenmascarar al verdadero villano de la película.
O sea, la antigua Persia.
La tentación de fantasear con una guerra a la antigua usanza, ejército contra ejército en campo abierto, es natural, pero poco precisa.
Para empezar, porque a ambos países los separan casi dos mil kilómetros, y Jordania e Irak están en medio.
Por otra parte, porque la diferencia entre ambos ejércitos es notable en favor de Israel.
Es cierto que en el ejército regular hay hoy cinco soldados iraníes por cada soldado israelí (cuatro por cada uno si se suma el medio millón de reservistas).
Pero el poderío tecnológico de Tel Aviv es muy superior. Y de ello es botón de muestra una fuerza aérea basada en los modernos F-55 con tecnología de camuflaje, mientras que el grueso de las aeronaves de Teherán son desfasados Sukhoi soviéticos.
La artillería y balística iraní también es abrumadoramente más abundante, pero los sistemas defensivos israelíes ya han demostrado su extraordinaria capacidad de contención.
Pero, insisto, hablar de esto ahora mismo es en vano.
Quizá de lo que haya que percatarse es de que, en puridad, y merced a los últimos acontecimientos, estamos asistiendo a una medida y elaborada estrategia de Israel cuya naturaleza nos da pistas de lo que va a pasar.
Porque eso, "lo que va a pasar", va a ser lo que Israel quiera.
Actualmente, Israel tiene atemorizados a sus enemigos. Sobre todo a los ayatolás, cuyo pasado lanzamiento de doscientos misiles, interceptados en su totalidad por la Cúpula de Hierro, la Onda de David y el sistema Arrow, parece obedecer más a un amago por vergüenza torera frente a sus aliados que a un verdadero plan militar.
Volvamos a los proxies chiíes.
El hostigamiento y casi aniquilación de Hamás y Hezbollah en dos frentes distintos (Gaza y Líbano), en tiempo récord (uno en meses, otro en días) y a través de acciones de una precisión deslumbrante (lo de los buscas explosivos se estudiará en las escuelas de estrategia militar), es la consumación de una estrategia planificada y medida que tiene por fin último eliminar a los peones de Teherán para dejar al descubierto al rey enemigo del tablero.
Es decir, la existencia de un plan iraní mayor que, siguiendo la lógica y con toda la cautela posible, no parece poder desembocar en acciones de mayor gravedad que las que ya hemos visto.
El último invitado inesperado, o no tanto, es la Siria posterior a Al Asad. Muchos dudamos de que el avispero de Damasco acabe bien con tan inflamable cóctel de islamistas, kurdos, exterroristas, drusos, turcos y rusos, entre otros.
Pero mientras tanto, Israel ha destruido de manera preventiva y quirúrgica más del 80% de la capacidad militar de Siria.
Para entender esto hay que entender Israel, su filosofía, su realidad, su razón de ser.
Vayamos a la película Munich (2005, Steven Spielberg), porque es el filme que mejor retrata la forma de actuar de Israel.
Sin destripársela a aquellos que no la hayan visto, quedémonos con la idea de que ante cualquier ataque, frente a cualquier trauma, Israel siempre acaba llegando.
Por eso, cuando Benjamin Netanyahu recordó a los iraníes que deberían cuidarse del "largo brazo de Israel" me imaginé a más de un ayatolá removiéndose inquieto en su poltrona.
Permítanme profundizar con una experiencia real.
A finales de 2022 pasé una breve temporada en Israel. Conocí de primera mano Tel Aviv, Jerusalén y Beerseba, principalmente, así como empresas y organizaciones punteras en innovación y tecnología.
No en vano, Tel Aviv es, junto con Silicon Valley, el hub referente de estos sectores.
Allí entiendes, porque se esmeran en que lo entiendas y comprendas, que el israelí es alguien, por lo general, sumamente directo, pragmático, con las ideas claras y consciente de su difícil situación en el mundo.
Las propias empresas e instituciones funcionan más en horizontal que en vertical, y un simple operario es amonestado si no indica a su superior que se está equivocando o que tiene una idea que podría ser mejor que la suya.
"Aquí a los niños no les preguntamos qué han aprendido hoy en el colegio; les preguntamos qué han preguntado ellos en el colegio", me repitieron varias veces en distintos entornos, como si fuera un recordatorio o quizás una advertencia de que sin una sociedad de mentes agudas el país está muerto.
Dentro de ese puzzle está absolutamente normalizada la formación militar (obligatoria desde los dieciocho años, dos años y medio para ellos, dos años para ellas), lo que tiene el obvio beneficio de impulsar los proyectos tecnológicos.
En Tel Aviv vi y bebí de una fuente que extrae el agua del aire. Conocí huertos urbanos que aprovechan la cobertura de los paneles solares para hacer crecer amplias zonas de siembra de hortalizas. También visité un kibutz en pleno desierto del Negev que se ha alzado como la primera empresa del mundo en comercializar aceite de jojoba.
También mantuve una reunión con Doron Gavish, uno de los creadores de la Cúpula de Hierro. El testimonio de Doron sobre la creación y concepción del prodigio tecnológico que hoy salva la vida de miles de israelíes y palestinos con una fiabilidad del 96% es el paradigma del modo de actuar sionista.
El proceso fue apasionante, digno de una serie de Netflix.
Cuando la defensa dependía de los misiles Patriot, el coste humano seguía siendo demasiado oneroso, pues este sistema repele, no intercepta, por lo que el misil seguía impactando en alguna zona, llevándose por delante a cualquier desdichado.
Gavish, un tipo por cierto bastante ameno, me explicó que la raíz del éxito fue que los políticos se echaron a un lado y dejaron hacer a militares e ingenieros.
El segundo acierto fue identificar exactamente lo que no querían. Así que se plantearon objetivos altamente ambiciosos. Entre enormes esfuerzos y la creciente presión cuando no se alcanzaban los resultados esperados, insistieron en incrementar ese 70% de tasa de éxito de los Patriot.
Gavish, que dedica ahora su tiempo a impartir charlas sobre motivación empresarial, hizo aquí una pausa preparada. A mi inevitable y ansiosa pregunta sobre cómo consiguieron alcanzar el objetivo, respondió: "El equipo de desarrollo estaba exhausto y nos dieron permiso a todos un fin de semana. Uno de los ingenieros se fue a su casa de campo con la familia y allí se puso a jugar con su hijo con un coche teledirigido. Le dio por sacar el chip del cochecito y se lo puso a un misil de pruebas. Poco después, el ejército israelí hizo un pedido de 10.000 coches teledirigidos".
Imagínense que la descripción del modus operandi que acabo de describir fuera el de un Estado desafecto con las libertades. De ser así, yo al menos estaría inquieto.
Pero saber que Israel, con sus muchos defectos, pero con sus innumerables virtudes, es de nuestro equipo, genera una estratégica tranquilidad.
La sociedad israelí, tan peculiar, es brillante y un oasis de democracia en un mar de autoritarismos. Un oasis que merece la pena defender y apoyar. Un verdadero dique de contención para Occidente, a pesar de los que cacarean, por ignorancia o por maldad, censurando sus acciones.
Es decir, a pesar del propio Occidente.