Hace años, cuando aún estudiaba la carrera, fui a pasear por El Rastro y acabé regateándole a un anciano muy sagaz un ejemplar del periódico Pueblo del día que murió Franco. No sé si me sabló 40 pavos. No me dolieron nada, y eso que de aquella yo tenía un aro en la nariz y ni un chavo en el bolsillo. Me gusta mucho guardarlo. Me gusta verlo desgajarse con el paso de los días como un órgano que se va secando. Es un documento hermoso y chirriante.

El título es: "La primera foto de Franco muerto". Sale el chiquillo con mala cara. El subtítulo era "El dolor de España". Aparecen otras dos fotos: "Doña Carmen con su hija", estilo plañideras, y "los Príncipes", Juan Carlos y Sofía, como muy apenados también, aunque estarían pensando "verás tú como este man abra un ojo".

La bajona se simulaba general. En España siempre hemos sido muy teatrales. Muy sentíos, como decía mi abuela. También algo conniventes de cara al público, aunque secretamente ingobernables. 

Yo con mi periódico Pueblo del día que murió Franco. Y un vermú.

Yo con mi periódico Pueblo del día que murió Franco. Y un vermú.

El análisis del medio sobre el suceso contiene potentes trazas de dignidad, pero, lógicamente, también su poquito de peloteo, no sea que los periodistas fueran agujereados al amanecer como un queso gruyère:

"Con Franco desaparecido se acaba, también, un modo de paternidad, con todo lo que ello supone; una facilidad para referir fuera de uno las responsabilidades; una sublimación histórica de lo que simplemente es político. Con Franco desaparecido, cada uno pierde su apoyo para la responsabilidad en que debe identificarse, la responsabilidad personal e intransferible desde la que se tendrá que definir". 

Sigo citando: "No olvidemos, porque sería injusticia olvidarlo, que Franco significaba para casi todos los españoles la cifra y el símbolo de la seguridad. Franco era una garantía a la que se habían transferido inquietudes y sobresaltos, que, en él, quedaban rebasados y salvados. De ahí su capacidad de convocatoria. Franco era el hombre que ganó la guerra; el hombre que había pacificado el país, el gobernante cuya simple duración en el tiempo se había convertido en cualidad histórica. Y en Franco confluían, también, las nostalgias y las ilusiones de quienes a sus órdenes sirvieron cuando su juventud, que llenaron buena parte de sus vidas con su nombre, con la exaltación de su genio, con la alabanza de su coraje". 

Y hay más: "Su coraje. He ahí un extremo que nadie, ni partidario ni enemigo, ha discutido jamás. Franco era de esos escasísimos hombres con conciencia de sí mismos, sin miedo alguno a la muerte. Dueño de un valor frío (...) conocedor de los hombres de su país (...) supo cómo dominar fervores y exaltaciones en momentos graves. Fue un hombre que mandó sobre gentes ibéricas sin tener nada de ibérico, pero conociendo a fondo el carácter y la idiosincrasia de su pueblo. Fue popular, sin disputa".

¡Me encanta! Se lo transcribiría entero. Es bastante brillante, solapadamente. Creo que con estos extractos es suficiente para entender el espíritu. Ese día en España, es claro, nadie fue realmente libre. La libertad no es una cosa que se posea a sorbitos o a plazos, no es una cosa descafeinada. Quiero decir: o se es libre o no se es, y todo lo que no sea ser libre es, de algún modo, ser esclavo. 

Por eso me chirría que Sánchez se obceque en celebrar esta efeméride, la del día en que un dictador murió en la cama sin que nadie lo frenase antes. ¡Celebramos una muerte biológica! Es una confesión de fracaso.

Es del todo ridículo, del todo antirrevolucionario por parte del presidente. Sánchez se está poniendo medallas por un suceso antónimo a la política y al activismo. Esto es una claudicación. Esta es la parte de nuestra memoria común que debería darnos más vergüenza. Nadie paró a ese asesino. Nadie paró al dictador que nos reventó las libertades una a una. 

Como mujer feminista y progresista, siento algo de pudor intelectual e histórico por este exceso performático de Sánchez: cien actos durante todo 2025 para parlotear sobre "la libertad". La paradoja es que la muerte de Franco fue una gran noticia, pero no una noticia de la que debamos sentirnos orgullosos. Su muerte cómoda y feliz, a la friolera de 82 años, pone en relieve nuestra vieja insuficiencia subversiva. Es una fiesta desteñida. 

No me siento identificada con ningún agente político en lo que respecta a abordar este tema. Por un lado, levanto la ceja ante la insistente negativa del PP a participar al menos en algún acto que rememore esta muerte (lamentablemente, saben que aún perderían votantes: hay demasiado trasnochado suelto). Si yo fuera del PP, desactivaría de una vez el tema dándole la razón a Sánchez como a los niños.

Pero no pueden. No pueden hacerlo porque nuestro clima político es tan pueril y maniqueo que no somos capaces de abisagrarnos ni en una cosa tan básica como ésta: quien sueñe hoy con el regreso de Franco es un facha apesebrado con mentalidad de siervo. 

Por otro lado, entiendo la importancia y la dignidad de la memoria histórica como elemento de autoconsciencia ciudadana. He trabajado durante años en la sección de Cultura de este periódico y he disfrutado de aprender de ella todo lo posible. Sé que la restauración de las víctimas del franquismo, sonrojantemente, llegó mal, tarde y sin consenso. Sé que la memoria siempre es frágil e interesada: si lo es la individual, cómo no va a serlo la colectiva. 

Sé que hubiera sido saludable y didáctico rememorar institucionalmente esta fecha con algunos eventos inteligentes y con ponentes de altura, pero no con cien conferencias de corte colegial. Eso es torticero, eso es grotesco. Sé que Sánchez se queja de la desmemoria de los jóvenes pero nos trata a todos como a muchachos y nos impone su dictado: lo peor es que es gris, lo peor es que es carca, cutre y aburrido.

El acto de inauguración de su ocurrencia, este miércoles en el Reina Sofía, me generó una apatía inmensa. Aquello parecía un cole de Primaria y mi apreciada Soledad Gallego-Díaz, la directora. 

Todo resultaba hueco, desprovisto de contenido. Le faltaba pundonor. Qué curioso: quería ser inane, extremocentrista. Todo nos sonó a sabido. En fin: otra idea mediocre... muy mal ejecutada. 

Lo que me enferma es que el presidente, sin darse del todo cuenta, está celebrando el inmovilismo. El de España en el 75, cuando dejamos a un dictador irse del poder durmiéndola, gozoso y pancho. Y también el inmovilismo de ahora: apagados y precarios como estamos, faltos de diente revolucionario.

Sánchez ha decidido que celebremos el día que Franco la pencó porque no hay testiculario de celebrar la Constitución, ese papel mojado que no se cumple.

Mientras se celebran los cien dichosos actos de este año, los jóvenes de este país seguirán sin tener el derecho constitucional de una casa. Veo el oportunismo tramposo de esta presunta izquierda, que ya no puede ser más derechona. Y eso me da asco. Mucho asco.