Pablo Iglesias no puede estar satisfecho con el resultado de su intervención en la primera jornada de la tercera moción de censura de la democracia. El líder de Podemos no ha logrado poner en apuros a Mariano Rajoy, ni desgastar al PSOE, ni reivindicarse como referente de la izquierda electoral, ni pergeñar un programa de Gobierno alternativo creíble, ni superar su imagen de político mitinero, ni despejar las dudas sobre su modelo territorial y económico.
El presidente del Gobierno afrontaba la moción tras el varapalo del Constitucional al Gobierno por la controvertida amnistía fiscal de Montoro y a un mes de testificar en la Audiencia Nacional por el caso Gürtel. Sin embargo, acabó siendo él quien puso en apuros a Iglesias por su incapacidad para aclarar si todos los españoles deben decidir o no el futuro de Cataluña o si su defensa del “derecho a decidir” socava la soberanía nacional.
Mano tendida al PSOE
Iglesias seguramente fue hábil al no criticar al PSOE -mucho mejor la mano tendida que las alusiones al “pasado manchado de cal viva” de los socialistas como hizo en el primer debate de investidura- porque podría haber parecido oportunista. Pero tampoco fue capaz de ponerle difícil al primer partido de la oposición la explicación de su anunciada abstención.
El candidato alternativo dejó en manos de Irene Montero -que ha demostrado con creces su valía como portavoz podemita- la confrontación directa con Rajoy y la denuncia de la corrupción, privándose así del discurso en el que se siente más cómodo. Aunque tuvo la habilidad de predecir a Rajoy que pasará a la historia como “el presidente de la corrupción”, su tono profesoral y a veces condescendiente -como le reprocharon los partidos regionalistas- y sus problemas para responder a las preguntas del jefe del Ejecutivo le hicieron perder el control de la moción que él mismo ha promovido.
Discurso tedioso
El error de planteamiento de Iglesias, que expuso un discurso demasiado extenso y tedioso, fue aprovechado por Rajoy para defender que sólo él es garante del crecimiento frente a un proyecto populista, impreciso y pernicioso por sus concesiones al independentismo y por su apuesta por disparar el gasto social y subir impuestos.
Iglesias presentó una imagen demasiado maniquea de España y su historia como para parecer creíble, lo que permitió al presidente erigirse en un abanderado de la estabilidad pese a los problemas de corrupción del PP y las reticencias de Rajoy a emprender reformas estructurales imprescindibles.
Los duelistas
Rajoy e Iglesias representaron el papel de dos duelistas que se necesitaban mutuamente para, en el fragor de la pelea, convencer a los propios de que ambos son imprescindibles. El problema para Iglesias es que este reparto de papeles sólo da oxígeno al PP y no se corresponde con la imagen de un país que hace décadas que superó el trampantojo de las dos Españas.