La polémica surgida por la dificultad de la prueba de Matemáticas en la Selectividad de la Comunidad Valenciana no es más que el reflejo de una descabellada descentralización de las competencias en materia educativa. Que haya regiones en España donde los estudiantes se enfrentan a exámenes más difíciles que en otras debiera ser motivo de sobra para abrir el debate -siempre aplazado- sobre la necesidad de un gran acuerdo que garantice la igualdad en el acceso a la Educación Superior.

Si bien el PP presentó este jueves una proposición para erradicar el caos y la disparidad sobre los criterios de evaluación y las exigencias de la Selectividad con el propósito de unificar el propio examen, es indudable que este asunto no parece ser una prioridad de la clase política. Para muestra un botón: si en Baleares se permiten hasta 13 faltas de ortografía por examen, en el Principado de Asturias la corrección ortográfica del examinado ni siquiera se especifica. 

Resulta poco edificante que la titular de Educación en funciones, Isabel Celáa, o el presidente de la Conferencia de Rectores, José Carlos Gómez, hablen de "alarma innecesaria" y traten de despachar el asunto garantizando una supuesta y progresiva homologación de la dificultad de la Selectividad en todo el país. 

Problema de fondo

La prueba de acceso a la Universidad supone el test fundamental para garantizar que el alumnado que ingresa en el mundo académico tiene los conocimientos exigibles en materias básicas. Dejar esa responsabilidad al arbitrio de 17 autonomías con criterios diferentes es un disparate.

Ya no es sólo que la disparidad de criterios de evaluación atente contra el principio de igualdad de oportunidades, es que se puede dar el caso de que se generalicen bachilleratos a la carta dependiendo del gobierno autonómico de turno. Se está dando ya el absurdo de que hay familias que inscriben a sus hijos en las comunidades donde la prueba de acceso a la Universidad es más laxa. 

El problema de fondo, del que el pandemónium de la Selectividad es tan sólo una consecuencia, es el de haber entregado las competencias educativas a cada comunidad. Una muestra de este error es que haya regiones con instalaciones universitarias innecesarias en relación a la demanda de estudiantes. A cada capital de provincia se la ha querido dotar de su ciudad universitaria, y la proliferación de centros por interés político no va necesariamente unida a la calidad de la oferta.

Fracaso

La disgregación de las competencias educativas ha provocado también que los contenidos de estudio se establezcan en ocasiones al gusto del gobierno correspondiente, abriéndose la veda al adoctrinamiento. Sobre esto ya ha alertado la Alta Inspección Educativa, cuya labor ha dado magros frutos. En febrero, sin ir más lejos, se vio cómo el Gobierno de Pedro Sánchez desacreditaba su trabajo en el control del rigor y veracidad de los libros de texto en Cataluña. 

Tampoco es de recibo, por ejemplo, que haya habido ocho leyes educativas en España en menos de cincuenta años. Legislatura tras legislatura se ha abdicado de construir un gran pacto de Estado para mantener un modelo con garantías de éxito y de perdurabilidad. Un país que no cuida su Educación es un país abocado al fracaso.

En este contexto se percibe claramente que la polémica en torno a la Selectividad sólo es el síntoma de un problema mucho más profundo. Por lo tanto, antes de intentar arreglar las vías del acceso a la Universidad, conviene revisar el sistema educativo en su conjunto. Nos jugamos el futuro.