En lo relativo a la pandemia, si algo puede salir mal, es muy probable que salga incluso peor. A la tragedia de la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, a la colosal crisis económica, a la falta de un protocolo nacional de vacunación y al anuncio de Pzifer de un retraso en la producción hay que sumar ahora la guerra abierta entre la Unión Europea (UE) y la farmacéutica británica AstraZeneca.
Guerra por cuenta de la decisión de AstraZeneca de limitar la entrega de las dosis prometidas a la UE en un porcentaje que, dependiendo de las fuentes, oscila entre un 75 y un 25%.
De momento, Bruselas ha anunciado su intención poner en marcha un mecanismo para prohibir la exportación de vacunas a los países cuyos laboratorios incumplan los contratos rubricados. Es el caso del Reino Unido.
La estrategia comunitaria pasa, pues, por presionar para asegurarse las dosis que ya estaban comprometidas y que, a todas luces, son más que magras. De ahí que los índices de vacunación en la UE sean ridículos en comparación con los de países como Israel, Emiratos Árabes Unidos o Baréin. Países a cuyo favor juega el hecho de que fueron los primeros países en aprobar las vacunas, a mediados de diciembre.
Sirvan como muestra del desastre al que estamos abocados dos botones.
El primero: un país tan previsor como Alemania ya se prepara para un mínimo de diez semanas de desabastecimiento.
El segundo botón es una amenaza aún peor: el hecho de que Hungría se haya desmarcado de la estrategia comunitaria y haya encargado a Rusia dos millones de dosis de su dudosa vacuna Sputnik. Estamos en el sálvese quien pueda.
Titanic pandémico
Es verdad que en este asunto hay argumentos para defender la postura de ambas partes. La UE ha invertido 336 millones en el desarrollo de la vacuna de AstraZeneca, pero también Reino Unido ha hecho una inversión multimillonaria.
Sin embargo, en una crisis humanitaria como la que nos abate no pueden salvarse sólo los privilegiados de primera clase, convertida AstraZeneca en esa tripulación del Titanic que reservaba los botes salvavidas a los pasajeros que más habían pagado por su billete. Acaso porque en este barco vamos todos.
Por mucho que puedan esgrimirse justificaciones fundadas en la libre competencia, hay un contrato en vigor entre la farmacéutica y Bruselas que no puede ser soslayado por el hecho de que terceros países paguen más por las vacunas. Impera una máxima del Derecho que jamás se puede violar por ventajosa que sea la oferta de terceros postores: el principio jurídico de pacta sunt servanda.
Dicho de otra manera. Lo firmado obliga y no deja más salida que su cumplimiento por ambas partes. Aquí lo que se defiende es, para ser más precisos, the rule of law. Es decir, la supremacía de la ley.
A la zaga
Las repercusiones de este vodevil no pueden ser más desastrosas para nuestro país. Porque España, a diferencia de otras naciones, no ha comprado vacunas por su cuenta y riesgo. A la picardía de no pocos altos cargos para saltarse los turnos de vacunación se une ahora el ya sistémico mal papel español en la gestión de la epidemia.
Las quejas de la presidenta de la Comunidad de Madrid no son baladís. Bien hace Isabel Díaz Ayuso en pedirle al Gobierno que haga lo posible y lo imposible para que en este estadio de la pandemia no volvamos a ir a la zaga. Es cierto que nos encontramos ante un contencioso que debe lidiar, principalmente, la Comisión Europea.
Pero España no puede quedar de nuevo rezagada a la espera de la resolución de un conflicto gestionado por terceros. Su papel debe ser proactivo. No reactivo ni mucho menos pasivo o resignado.
Cortoplacismo
El ejemplo a seguir es el de Australia, que de forma sensata ha combinado la adquisición de diversas vacunas y garantizado, además, su gratuidad.
Cualquier mirada cortoplacista de la epidemia puede considerarse, cuando menos, como un error de lesa humanidad. Si la industria farmacéutica abrió un rayo de esperanza con la vacuna, no es de recibo que se desprestigie al socaire de las peores prácticas del libre mercado.
Ahora hay que estar del lado de la UE, pero también exigirle al Gobierno que haga todo lo posible para no depender, en la medida que le sea posible, de terceros.