El enésimo ataque de Vladímir Putin a la Unión Europea ha derivado en un insulto a España y a los derechos humanos. Porque los españoles no tenemos presos políticos, sino políticos presos. Tampoco envenenamos a la oposición o a los periodistas incómodos, como sí ocurre en otras latitudes.
Al insulto, el régimen ruso ha añadido la injuria. Porque comparar a Alexei Navalny con Carles Puigdemont no es sólo un despropósito jurídico, sino también una infumable patraña.
Con su última estratagema, el gobierno de Putin ha intentado desviar la atención generada por el encarcelamiento del disidente político Navalny utilizando para ello al prófugo catalán, al que poco más o menos se ha llegado a calificar de mártir de la democracia.
Menudos mártires de la democracia, esos que lideran golpes contra la democracia y que luego huyen de la Justicia dejando a buena parte de sus compañeros de asonada en la estacada.
Pero recordemos en qué consiste exactamente el caso Navalny.
En agosto del año pasado, Navalny tuvo que ser tratado en Alemania por un intento de envenenamiento que casi le cuesta la vida. Una vez recuperado, decidió regresar a Rusia para seguir luchando contra las arbitrariedades y los ataques a la libertad del régimen de Putin.
Su retorno le ha costado a Navalny la vuelta a prisión. Europa ha alzado de nuevo la voz contra el régimen de Putin, pero carece de margen de maniobra.
Injerencia sistémica
Uno, Navalny, se ha jugado la vida por la democracia de su país. El otro, Puigdemont, ha azuzado el enfrentamiento entre compatriotas y vive a cuerpo de rey en una mansión en Bélgica, financiada con los impuestos de todos los ciudadanos europeos, mientras sus sucesores esclerotizan las instituciones.
La perversión del relato está clara. Mientras Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y sus seguidores se manifestaban contra la legalidad democrática, los opositores en Moscú, San Petersburgo y otras grandes ciudades rusas pedían legalidad y democracia.
Rusia pretende sorber y soplar al mismo tiempo acusando de injerencia a la UE mientras se inmiscuye sistemáticamente en todo acontecimiento geopolítico que le viene en gana con el objetivo de generar discordia. Rusia es, en la actualidad, el mayor trol de Occidente. Diríase que su única aspiración geopolítica es la de convertirse en un permanente elemento desestabilizador de las democracias occidentales.
Este juego ruso se produce tras la expulsión del país de los embajadores de Alemania, Polonia y Suecia por haber participado, supuestamente, en manifestaciones ilegales de apoyo a Navalny. Todo un gesto de despropósito e hipocresía de un autócrata con irrefrenables veleidades que beben del peor zarismo y de los tiempos más oscuros de la Unión Soviética.
Crimen político
Rusia no tiene ninguna autoridad moral para cuestionar o atacar a España. Un país que, le pese a la propia Rusia o a los separatistas, disfruta de una democracia consolidada. Es esa democracia la que el Kremlin trata de cuestionar.
Hay que recordar la tendencia enfermiza de Putin a interferir en los asuntos domésticos de la UE. Ese fue el caso, por ejemplo, del procés catalán y de un largo etcétera de procesos electorales en los que Rusia ha pretendido alterar el resultado final.
Como es obvio, las acusaciones del líder ruso hacia nuestro país son falsas y carecen de cualquier fundamento. Rebatirlas largo y tendido sería concederles una categoría que no tienen.
¿Nueva Rusia?
Sin embargo, lo que sí es real es el régimen autocrático que el exdirector del KGB ha consolidado en Rusia. Sus veleidades zaristas y hábitos rayanos en el totalitarismo claman al cielo. Recordemos dos casos archiconocidos: la muerte de Alexander Litvinenko y la ejecución de la incómoda periodista Anna Politkóvskaya.
En ningún país de la UE se asesina a políticos o a periodistas incómodos. La laminación del disidente en pleno siglo XXI es intolerable, por mucho que la diplomacia tenga sus tiempos y sus intereses. De ahí que el responsable de Exteriores de la UE, Josep Borrell, se viera obligado ayer a capear la encerrona rusa desdoblándose entre el reproche y el interés de Europa por hacerse con la vacuna rusa Sputnik, cuya eficacia contra el coronavirus parece evidente.
Este incidente ha sido otra muestra más del ajedrez mundial al que juega el líder ruso. El maquillaje de la nueva Rusia lleva demasiado tiempo mostrando grietas. A la lucha por los derechos humanos aún le queda, por desgracia, mucho camino por recorrer en ese país.
Hasta entonces, lecciones del Kremlin, ninguna.