Desde que se conoció su existencia en diciembre de 2019, dos han sido las hipótesis principales sobre el origen del coronavirus SARS-CoV-2.
La primera, la del salto del virus desde un animal huésped original (pangolín o murciélago) a los humanos. Según esta teoría, el epicentro del virus habría sido el mercado de animales vivos de Wuhan, la ciudad china en la que nació el brote que posteriormente se extendió por el planeta y que ha acabado con la vida de tres millones y medio de personas.
La segunda teoría es la que defiende que el virus tiene su origen en el Instituto de Virología de Wuhan. Un laboratorio con bioseguridad de nivel 4, el máximo posible, y especializado precisamente en virus SARS.
Las dos teorías han disfrutado de muy diferentes niveles de credibilidad. Mientras la primera ha sido la versión preferida por la OMS y por los principales medios de comunicación, instituciones y Gobiernos internacionales, la segunda ha sido pasto de conspiranoicos de toda laya y condición. Especialmente desde que Donald Trump la esgrimió como ariete en su batalla política y comercial contra China.
No ayudó a la credibilidad de la teoría el hecho de que se la adornara con frecuencia de especulaciones, más hollywoodienses que reales, sobre cómo la dictadura china habría creado el virus con el objetivo de generar el caos en Occidente y sorpasar a los Estados Unidos como primera potencia mundial.
Pero la evolución de las investigaciones, la aparición de nuevas pruebas y las dudas sobre el informe de la OMS que apuesta por la teoría de la transmisión natural y descarta como "muy improbable" la del accidente de laboratorio obligan a dejar abierta la puerta a la tesis que apunta al Instituto de Virología de Wuhan.
Especialmente a la luz de la noticia de que un virus similar en un 96% al SARS-CoV-2 fue hallado en una mina de Mojiang, en la provincia china de Yunnan, en 2012. Tres de los seis investigadores que recogían guano de murciélago en esa cueva murieron al poco tiempo. Las autoridades chinas no informaron a la OMS de la existencia de ese virus, que fue bautizado en su momento como RaTG13.
Dos hipótesis abiertas
Este miércoles, Joe Biden dio 90 días a sus servicios de inteligencia para averiguar el origen del SARS-CoV-2 a la vista de la escasa transparencia del partido comunista chino y de las dificultades con las que se ha topado la OMS en sus investigaciones sobre el virus. Un giro de 180 grados respecto a la política previa del presidente de los Estados Unidos y que supone una pequeña victoria política (póstuma) para Donald Trump.
A la espera de que las investigaciones confirmen de forma definitiva el origen real del virus, y ratifiquen o desmientan aquello de que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, una prudencia elemental obliga a mantener abiertas las dos hipótesis, así como una combinación de ambas. El virus podría, por ejemplo, haberse originado en la mina de Mojiang, ser trasladado al Instituto de Virología de Wuhan para su estudio, y haber escapado de él por un accidente indeterminado.
Más allá de los intereses políticos y personales que han conducido a la ridiculización de la teoría del origen de laboratorio (algunos de los principales detractores de la teoría se jugaban mucho dinero en futuras investigaciones si esa hipótesis se abría camino), es evidente que las principales piezas del rompecabezas han estado sobre la mesa desde los primeros meses de la epidemia.
Como explica este editorial del Wall Street Journal, buena parte de la prensa estadounidense e internacional debería revisar de inmediato sus protocolos para evitar que sus prejuicios ideológicos les ofusquen en el futuro hasta el punto de cerrar los ojos a las informaciones que no convienen o encajan con su relato. Especialmente cuando esa cerrazón se defiende con teatrales apelaciones a un rigor científico del que luego se prescinde en función de intereses coyunturales.
Guerra fría
La noticia de que varios investigadores del Instituto de Virología de Wuhan cayeron enfermos en otoño de 2019 con síntomas compatibles con la Covid-19 puede ser una simple casualidad o un indicio de una realidad bastante más inquietante. El laboratorio de Wuhan trabaja codo a codo con el ejército chino y, como todo organismo dependiente de la dictadura china, se ha mostrado especialmente reticente a compartir información acerca de su trabajo o de sus protocolos de actuación.
Falta un último elemento para entender la dificultad que comporta la investigación del origen del coronavirus SARS-CoV-2. Ese elemento es la guerra fría que actualmente libran Estados Unidos y China.
Una guerra fría que no niega ya prácticamente ningún especialista en geoestrategia y que alimentan dos hechos clave: el crecimiento de la economía china y la cada vez mayor confianza de unos responsables del régimen que se conducen, de momento sólo dialécticamente, con una agresividad impensable hace apenas una década.
Y es por eso por lo que sería conveniente que la investigación acerca del virus corriera a cargo de una institución internacional neutral como la OMS antes que a cargo de los servicios de espionaje y de inteligencia de las potencias occidentales.
El mundo merece una explicación sobre el origen del virus que ha matado a millones de personas durante el último año y medio. Una explicación que no sea utilizada o manipulada como arma política y diplomática por las dos grandes potencias internacionales en su exclusivo beneficio.