La declaración de inconstitucionalidad del primer confinamiento decretado por el Gobierno responde a una cuestión democrática fundamental. Ningún estado de necesidad justifica que el Ejecutivo pase por encima de la ley.
Después de que el Tribunal Constitucional (TC) haya decretado que la cuarentena domiciliaria impuesta durante varios meses fue, de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación y no una mera limitación de este, Moncloa no ha tardado en mostrar su decepción y descontento.
Ejemplo de ello son las palabras de la magistrada y ministra de Defensa, Margarita Robles, que ha defendido que el Gobierno "hizo lo que tenía que hacer y se actuó con arreglo a la legislación". Pero el Estado de derecho y el TC no entienden de fines, sino de medios. Y estos medios pasaban, en el caso de las medidas que pretendía aplicar el Gobierno, por la aplicación del estado de excepción.
Un mecanismo que la legislación española prevé para situaciones de emergencia como la vivida durante la primera etapa de la crisis sanitaria y que requiere del debate y del respaldo de la cámara que representa la soberanía nacional. Esto es, del Congreso de los Diputados. Algo que lo diferencia del estado de alarma, que apenas requiere de una rendición de cuentas posterior.
Estado de excepción
Si Pedro Sánchez hubiese seguido los cauces oportunos, si hubiese optado por el estado de excepción en lugar del estado de alarma, habría evitado el varapalo del TC, que es tajante en su veredicto.
Como adelantamos hoy en exclusiva en EL ESPAÑOL, el TC defiende en su texto que "ni las apelaciones a la necesidad pueden hacerse valer por encima de la legalidad, ni los intereses generales pueden prevalecer sobre los derechos fundamentales al margen de la ley".
Es cierto que el estado de excepción habría requerido del sí del Congreso de los Diputados y que este habría comportado probablemente un desgaste político adicional para el Gobierno en pleno maremagno de la pandemia.
Pero es razonable pensar que el Ejecutivo no hubiese tenido mayores problemas para aprobarlo. Porque el Gobierno contó con la lealtad de la mayor parte de las formaciones parlamentarias para dar luz verde al estado de alarma, e incluso con el respaldo de Vox en una de las prórrogas. El Gobierno, en fin, no estaba acorralado.
Estado de derecho
Los argumentos sostenidos por el Gobierno para criticar el dictamen son que el estado de alarma fue esencial para salvar cientos de miles de vidas y que otros países establecieron restricciones similares o idénticas para tal cometido.
La primera afirmación es innegable. Al privar a los españoles del derecho fundamental a la libre circulación, y al obligar al encierro domiciliario, los contagios fueron a la baja. Pero esos contagios habrían descendido igualmente con el estado de excepción.
Dicho de otra manera. El estado de alarma no salvaba ni más ni menos vidas que el de excepción, pero sí le ahorraba quebraderos de cabeza al Gobierno. Lo que se critica, en resumen, no es el fin, sino el medio escogido. Y ese medio fue ilegal.
La segunda, sin embargo, tiene trampa. Porque, de nuevo con el texto del TC sobre la mesa, "nuestra Constitución establece una distinción entre estados (alarma, excepción y sitio) desconocida en otras legislaciones". Es decir, nuestra legislación cuenta con una particularidad ajena a los sistemas legislativos de otras democracias de nuestro entorno.
El debate tiene poco recorrido. Sánchez debió acudir al Congreso de los Diputados para negociar con los distintos grupos parlamentarios la aprobación el estado de excepción, el mecanismo establecido para una prohibición de derechos del calibre de lo que pretendía.
Nadie pone en duda aquí la urgencia de aquel momento. Pero el Estado de derecho no es un decorado meramente formal, sino un procedimiento imperativo. Y el Gobierno debió ajustarse a él porque nadie está por encima de la ley. Ni siquiera en circunstancias tan excepcionales como las de una pandemia.