Mariúpol está siendo la ciudad ucraniana más duramente castigada por las tropas rusas, que no entienden de corredores humanitarios y que no distinguen de militares y civiles. Pero tan severo está siendo el asedio como heroico el aguante. Esta ciudad, de la que han huido tres de cada cuatro habitantes (tenía medio millón antes de la guerra), se proyecta a ojos del mundo como una Numancia del siglo XXI y como la fotografía más nítida de las posibilidades destructivas de los bombarderos rusos.
El presidente Zelenski repitió ayer con firmeza que no renunciará a este territorio bajo ningún concepto. No cederá, en fin, a los chantajes del Kremlin. Tanto es así que desatendió el perverso ultimátum de rendición ofrecido por Vladímir Putin, que prometió a cambio salvar las vidas ucranianas en Mariúpol, y advirtió de que la "eliminación" de los resistentes cercados cerraría la puerta a "cualquier negociación de paz".
Nadie olvidará que en Mariúpol, donde reina el miedo, el frío y el hambre, han tenido lugar algunos de los episodios más cruentos. Basta con recordar el bombardeo del hospital materno-infantil o el asesinato a sangre fría de 300 civiles escondidos en un teatro. En Mariúpol, como en Bucha, la comunidad internacional se desengañó definitivamente y entendió que las atrocidades documentadas justificaban las máximas represalias y las investigaciones por genocidio.
Dignidad y democracia
El nuevo ensañamiento de Putin con la ciudad, blanco de la furia rusa desde hace ocho años, se explica por el giro que el Kremlin se ha visto forzado a dar en su estrategia bélica. Putin ha tenido que renunciar ya a múltiples objetivos militares. Pero sabe que, para vender una victoria en casa, tiene que hacerse con el control completo de Mariúpol.
A estas alturas resulta evidente que el plan inicial de una guerra relámpago ha evolucionado hacia una guerra de desgaste sin final a la vista. También que Putin ha pasado a centrar sus esfuerzos bélicos en el frente este, donde Mariúpol es clave para conectar las áreas controladas del Donbás con Crimea, y que como mínimo pospone las operaciones en la capital.
Todo apunta a que, antes o después, Mariúpol claudicará ante el brutal sitio ruso. El desgaste que acusan sus defensores es insostenible. Pero la valentía y el sacrificio de los defensores de esta ciudad son loables. Mariúpol parece llamada a reeditar la batalla de El Álamo de 1836. Una resistencia empecinada que, no obstante, se cobró un precio muy alto: la vida de los asediados.
Hace unos días, Josep Borrell incidió en el Parlamento Europeo en que esta guerra va a concienciar a los europeos de que nuestros valores no se defienden por sí solos. Mariúpol, Zelenski y Ucrania entera le dan la razón. A veces no hay otra salida que la fuerza para salvaguardar la dignidad, la libertad y la democracia.