De entre las tímidas medidas del Plan Nacional de respuesta a las consecuencias de la guerra en Ucrania, la de fijar un precio máximo al gas fue recibida como la única que realmente podía ser efectiva para abaratar la factura de la luz. Y es la que el pasado lunes recibió por fin el beneplácito de la Comisión Europea.
La propuesta que el Consejo de Ministros remitió a la Comisión prevé limitar el precio del gas en el mercado eléctrico hasta un máximo de 40 euros/MWh en los próximos seis meses. Lo cual se traducirá, de acuerdo con las estimaciones de la ministra Teresa Ribera, en un 30% de rebaja en la factura de la luz.
Que establecer un tope al precio del gas sea la manera más eficaz para bajar el precio de la electricidad no quiere decir que la medida no vaya a tener consecuencias indeseables. Principalmente, porque fijar un precio máximo por decreto significa, en última instancia, repercutir en el usuario el coste de capar el gas.
Es decir, estamos ante un subterfugio estético cuyo resultado será el mismo: paga el consumidor.
No hay que olvidar que el gas se compra en el exterior. Sobre ese precio el Gobierno español no tiene capacidad de actuación. Por tanto, todas las alteraciones al precio del gas en el mercado energético español lo pagarán los españoles. No es que la luz vaya a ser más barata, sino que la pagaremos de otra forma.
Por eso, el Gobierno no ocultó que la compensación mediante subvenciones a las centrales eléctricas por el tope del gas la tendrán que abonar los consumidores.
Excepción o integración
España y Portugal tienen ya el visto bueno del Ejecutivo comunitario para materializar en actuaciones regulatorias la "excepción ibérica" que con tanta insistencia hizo valer Pedro Sánchez en Europa. Pero ¿y si esta excepcionalidad es más bien un singularismo con respecto al resto de Europa del que no cabe hacer gala, sino más bien subsanar?
Al fin y al cabo, de lo que debería tratarse es de ser más Europa, no menos. Para que así sea, la Península ibérica no debería aislarse, sino aspirar a una mayor integración de los mercados energéticos y del comercio transfronterizo para mejorar la seguridad del suministro a nivel europeo.
Y es que la verdadera "excepción" (ni siquiera "ibérica", sino sólo española) es el mercado regulado. El alto grado de intervención estatal sobre el mercado energético contrasta con la liberalidad en Europa. En el resto de países se negocian los contratos a largo plazo, lo que redunda en una menor volatilidad en los precios del gas.
Demonizar a las eléctricas
Además, el Gobierno debería ser consciente de que no es una buena idea demonizar al sector eléctrico. El ineludible reto de alcanzar una economía más verde requiere de grandes inversiones en infraestructuras. Y las grandes eléctricas tendrán un papel capital para impulsar esta transición ecológica.
La inseguridad jurídica en la que se han visto envueltas explica que, desde que la propuesta conjunta de España y Portugal fue enviada al departamento de Competencia, el sector eléctrico haya manifestado su rechazo. La "excepción ibérica" puede poner en riesgo el suministro de gas y generar distorsiones de la competencia en los mercados de electricidad.
Como este periódico ha defendido en otras ocasiones, la respuesta gubernamental a los periodos de crisis no debería plantearse como un parcheado coyuntural. Por el contrario, es necesario que la acción del Gobierno se oriente antes a acometer reformas estructurales que robustezcan a la economía española para mitigar el impacto de eventuales cataclismos en el futuro.
La "excepción ibérica" debe hacer honor a su nombre, y concebirse como una medida excepcional y temporal, restableciéndose tan pronto como sea posible el mercado liberalizado.
Y la prioridad ha de ser una gran reforma eléctrica en la que los países miembros aborden conjuntamente un programa ambicioso de transición energética. Los problemas que entraña la dependencia de países como Rusia ya han demostrado sobradamente la necesidad de un replanteamiento profundo de la estructura energética comunitaria.