La segunda ola de calor de este verano ha traído una nueva oleada de siniestros forestales. Unas temperaturas extremas (muchas de ellas, máximos históricos desde que existen registros) que también se han cobrado 360 vidas por causas atribuibles al calor en la última semana.
Los incendios de estos días han calcinado más de 14.000 hectáreas, y ya son 87.879 hectáreas de superficie forestal arrasadas este año. Es decir, el segundo peor ejercicio de la última década, sólo superado por las 127.984,44 hectáreas quemadas en 2012. En lo que va de 2022, según los datos oficiales, ya han ardido más hectáreas que en todo el año pasado, lo que permite hablar de algunos de los incendios más devastadores en lo que llevamos de siglo.
Es verdad que la ola de calor, un fenómeno transitorio, provoca las condiciones meteorológicas idóneas para el descontrol de los incendios. Pero no es menos cierto que la violencia creciente de estas olas de calor es espoleada por el aumento de la temperatura media del planeta, consecuencia del calentamiento global.
El consenso científico ha demostrado que el cambio climático imputable al hombre ha conducido a un aumento de la frecuencia, la intensidad y la duración de los fenómenos meteorológicos extremos. Y basta fijarse en que todo el sur de Europa y el norte de África están siendo azotados por incendios explosivos (con centenares de focos de actividad en Portugal, Grecia e Italia) para advertir la magnitud global de la catástrofe.
Un agro abandonado
En vista de los datos, se hace necesario un diagnóstico de la situación que huya tanto del negacionismo climático como del alarmismo apocalíptico. En lo relativo a los siniestros forestales, cabe recordar que la gran mayoría están causados por actividades humanas, bien sean intencionadas o por negligencia.
Además, en el caso de España, debe señalarse que la superficie forestal arbolada ha crecido más de un 60% con respecto a la de hace cuarenta años.
Pero, precisamente, este abandono de las tierras agrícolas de la España rural y su posterior renaturalización es lo que ha dado lugar a una masa forestal sobrecargada y sin limpiar, mucho más propicia a ser pasto de las llamas. La política de reforestación tampoco ha sido a menudo la más adecuada, ya que la mayoría de superficies forestales están sencillamente dejadas a su propia suerte.
Por eso, la lucha contra los incendios forestales debería poner el énfasis en la prevención antes que en la respuesta de emergencia de los dispositivos de extinción.
El nuevo escenario que impone el calentamiento global deja desfasada nuestra política de incendios vigente, y hace necesario volver a poner el foco en el cuidado y la limpieza preventiva de bosques y montes. Urge una gestión del paisaje y una atención al medio rural que haga más fácil la extinción de los megaincendios.
Porque la profesionalización de la lucha contra los incendios, sumada al éxodo rural del pasado siglo, tuvo la consecuencia indeseable de generar un modelo de explotación que se vio privado de los efectos reguladores que el pastoreo y el aprovechamiento de los recursos forestales ejercían sobre el ecosistema agroforestal.
En este sentido, recuperar la estructura agrícola y ganadera tradicional le daría al campo una mayor resistencia frente a la propagación del fuego, al reducir la cantidad de biomasa presente, impidiendo que haga las veces de combustible para el fuego.
Reducir la agresividad de los megaincendios en el futuro sólo será posible si España amplía los horizontes de su política forestal, y pasa de la orientación preventiva a una ordenación territorial más integral.
Revitalizar las economías rurales es imprescindible si queremos evitar la desaparición de aquellas actividades agrarias y ganaderas sostenibles que permitían sanear el paisaje. Luchar contra las llamas requiere también luchar contra la despoblación.