Sostiene Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, que es “justo” prohibir los visados europeos a “todos los ciudadanos rusos”. Que, a fin de cuentas, los ciudadanos de Rusia deben hacerse responsables de las acciones de “un Estado terrorista”.
Los defensores de la medida alegan que no sólo se persigue amonestar a los rusos al impedir que un moscovita o un casanense disfrute de sus vacaciones en Mykonos o Marbella al margen de las atrocidades cometidas en suelo ucraniano en nombre de su patria. También se pretende que una parte de la sociedad reaccione a la vista de una vida de placeres reducidos. Especialmente una sociedad en la que dos terceras partes respaldan la invasión, como reflejan algunos sondeos fiables.
La cifra causa escalofríos. Pero se trata de una cifra que no se explicaría sin una maquinaria propagandística que funciona a pleno rendimiento, y sin un régimen que imposibilita la libertad de expresión y castiga con cárcel la palabra guerra si viene seguida de la palabra Ucrania.
Muchos de los Veintisiete están de acuerdo con Zelenski y actúan en sintonía. Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa y Finlandia están aplicando o aplicarán restricciones completas o prácticamente completas contra los ciudadanos rusos, con excepciones fijadas por motivos humanitarios o académicos.
Los seis países tienen varias condiciones comunes. Todos conocieron el imperialismo soviético en el siglo pasado, y pagaron con sangre. Todos temen, con el trauma reciente y el enemigo a las puertas, que las hostilidades de Vladímir Putin no terminen en el mar Negro. Y todos aspiran a convencer al resto, aprovechando la presidencia checa del Consejo de Asuntos Exteriores y las reuniones de esta semana en Praga, de que es el siguiente paso a seguir para apoyar un país que, para colmo, es candidato a entrar en la Unión.
Sí a más sanciones
Pero las ambiciones del Este se han visto frenadas por una realidad. La mayoría de miembros, entre ellos España y Alemania, rechaza con argumentos comprensibles una medida que se rige por el criterio esencial de la nacionalidad y que plantea, al margen de las contrapartidas económicas, tantos dilemas morales y jurídicos como dudas sobre su eficacia.
¿Acaso llamará antes a la rebelión no poder viajar al Mediterráneo que no poder comprar un microondas, debido a unas sanciones económicas durísimas y sin parangón que no son exclusivas a los oligarcas y el círculo de Putin?
¿Cómo contribuye dificultar la salida de los ciudadanos rusos de una burbuja sobrecargada de desinformación, mentiras y manipulaciones, una que atribuye las matanzas de ucranianos a los propios ucranianos o apelan a intervenir contra un Occidente conjurado para la destrucción de Rusia, a la movilización de miles de rusos contra su despótico régimen?
Es más, ¿cómo casaría esta medida con el Derecho Internacional? ¿Se puede prohibir el visado a una persona tomando como base su nacionalidad?
Es necesario seguir presionando al régimen de Putin. Endurecer las sanciones económicas. Explorar nuevas vías para frenar la guerra en Ucrania. Pero resulta dudoso que vetar indiscriminadamente a los rusos el acceso al espacio Schengen, y no de manera selectiva, sea la forma más eficaz o la más justa para conseguirlo.