Qatar 2022 se ha clausurado con la final más intensa, disputada e impredecible de la historia de los Mundiales. La victoria de la Argentina de Leo Messi ha puesto el broche de oro a la estratosférica carrera de una leyenda del fútbol de todos los tiempos. Y el excelente torneo de Kylian Mbappé, sellado con un hat trick en el partido de ayer, ha sido el escenario de la irrupción de un nuevo astro que recogerá el testigo del argentino, quien ya ha igualado a Maradona en el único aspecto que le faltaba.
La épica final de este Mundial, y el apasionado seguimiento de la última fase del campeonato, han vuelto a poner de relieve que el fútbol es el deporte rey y uno de los mayores espectáculos del mundo. En suma, nadie puede cuestionar el éxito deportivo, organizativo y político que este Mundial ha supuesto para el régimen qatarí, que ha hecho gala de una organización correcta y sin incidencias.
Pero, al mismo tiempo, esta Copa del Mundo ha servido para poner el foco en algo que el gran público no conocía, o al menos no en toda su magnitud. A saber, las prácticas mafiosas de una FIFA cuya entera estructura está puesta al servicio de la corrupción, y las intrigas de una familia igualmente mafiosa como es la dinastía de los Al-Thani.
Hay que recordar que sobre la adjudicación de este Mundial a Qatar pesan cargos por "corrupción activa y pasiva" y "blanqueo de dinero", después de que la Fiscalía Nacional Financiera de Francia abriese diligencias en 2019. Y el juez instructor está investigando el móvil de Nasser Al-Khelaifi, presidente del PSG, quien con el protagonismo de sus dos grandes figuras en este torneo ha conseguido revalorizar un equipo que también se mueve en el entorno putrefacto de la FIFA y el emirato.
Resulta muy elocuente que dieciséis de los veintidós directivos de la FIFA responsables de la atribución del Mundial a Qatar estén envueltos en algún proceso penal. Todo apunta a que los qataríes compraron las voluntades de Michel Platini y Joseph Blatter, expresidentes de UEFA y FIFA respectivamente, a cambio de sacar de la quiebra al PSG.
Además, en la última semana ha quedado probado que los representantes de la FIFA no son los únicos que se dejaron corromper por los petrodólares qataríes. El escándalo de corrupción Qatargate implica a la ex vicepresidenta del Parlamento Europeo y a otra decena de eurodiputados en una supuesta red criminal de sobornos vinculada con el emirato.
Este campeonato ha servido para mostrar a la opinión pública internacional que Qatar es un auténtico corruptor de las estructuras deportivas y políticas. Por no hablar del régimen de exclusión y represión que la casta feudal gobernante impone sobre las mujeres, los homosexuales o los inmigrantes. Durante el torneo tampoco se ha guardado ni un minuto de silencio ni se ha mostrado el menor gesto de recuerdo hacia las miles de víctimas que perdieron la vida en la construcción de estas nuevas pirámides en el desierto.
Los trémulos y testimoniales intentos de protesta apenas han podido sortear la censura de una FIFA que desde el primer día se bajó los pantalones y optó por mirar hacia otro lado ante las pútridas circunstancias que rodean a los organizadores. El impostado discurso inclusivo de Gianni Infantino, y su defensa de que la "política" quede fuera del fútbol, no son más que una cobarde coartada para justificar la entrega de la organización del Mundial de Qatar a una oscura satrapía sin ninguna tradición futbolística y con la peor selección del torneo. Y sólo cuatro años después de otro campeonato de la infamia, con la designación de la Rusia de Putin como sede mundialista en 2018.
Una vez que ha bajado el telón de lo deportivo, toda la podredumbre política sigue quedando a la vista. La Copa del Mundo de 2022 ha hecho emerger las asignaturas pendientes del mundo del deporte. Principalmente, la necesidad impostergable de cambiar las reglas de la FIFA y sus organizaciones regionales como la UEFA, para que dejen de ser una organización endogámica, caciquil y clientelar que se sirve del deporte como instrumento para enriquecerse.
En la línea de lo apuntado por la reciente resolución del Parlamento Europeo que denuncia la "rampante corrupción" de la estructura del fútbol internacional, las ligas nacionales tienen que impulsar una democratización que convierta a la FIFA en un órgano que se elija de abajo a arriba, con un mecanismo de selección interna basado en el número de jugadores federados por país. Y, sobre todo, que arrebate a la FIFA un monopolio intrínsecamente corruptor sobre el fútbol internacional, a fin de que se liberalicen las competiciones internacionales y que la FIFA y sus sucursales no puedan impedir la libre concurrencia de potenciales competidores, como tratan de hacer ahora con la Superliga.
En lo relativo a Qatar, la comunidad internacional no puede tomar macroeventos como el Mundial de 2022 como una invitación a homologar y normalizar una autocracia criminal. Las sanciones y el repudio de los países occidentales son el único medio para forzar una auténtica apertura y una modernización real en retrógrados regímenes como el qatarí.