El pleno de ayer, en el que se aprobó iniciar el trámite parlamentario de la reforma de la ley del sólo sí es sí, supone un punto de no retorno en la fractura del Gobierno de coalición. El bronco debate que precedió a la toma en consideración de la proposición de ley del PSOE sirvió de escenario a la consumación de una ruptura de facto con sus socios.
Es insólita la imagen del miembro mayoritario del Ejecutivo pidiendo el voto a su socio de coalición, y de este negándoselo. También el haber visto al PP, Ciudadanos y Vox salvar con su voto al Gobierno de sí mismo (o al menos de una parte de sí mismo).
La asistencia de los populares a un PSOE en apuros puede verse como un pacto de Estado sui generis, aunque haya sido de rebote, para arreglar el desaguisado de Podemos. Lo deseable sería que este punto de inflexión en la legislatura fuera el primero de un cambio de dinámica hacia un mayor entendimiento entre los dos grandes partidos.
Igualmente surrealista resulta, por otro lado, que Irene Montero pueda llegar a ver su ley estrella modificada sin su consentimiento.
Cabe celebrar que el PSOE haya ofrecido por fin algo similar a una autocrítica, con la responsable socialista de Igualdad Andrea Fernández concediendo que la ley no estaba funcionando bien y "lamentando profundamente el dolor de las víctimas".
Eso sí, cuidándose al mismo tiempo de desvincularse de cualquier responsabilidad en la calamitosa ley que sigue amparando rebajas penales a delincuentes sexuales. El gesto más significativo en este sentido fue el completo abandono de Irene Montero e Ione Belarra, únicos miembros del Gobierno presentes ayer en la bancada azul después de que las dejasen solas tanto los ministros socialistas como Yolanda Díaz.
Ya antes, en la mañana del martes, Moncloa había evitado que la ministra de Igualdad interviniese en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. Y eso a pesar de que se había aprobado el anteproyecto de la ley de paridad (que afecta a competencias de Igualdad, y de cuyo anuncio también la excluyó Sánchez el sábado), y de que el año pasado sí compareció en la víspera del 8-M. Los desencuentros son ya totales y el estado de la coalición, insostenible.
Y es que para un binomio de partidos que atribuye una importancia capital a la cuestión feminista, es comprensible que esta haya sido el catalizador de la mayor crisis hasta la fecha de un Ejecutivo en fase terminal. Porque la división por el sí es sí va más allá de una colisión entre dos modelos jurídicos: es una disputa por atribuirse la representación electoral del movimiento feminista.
Ya en los actos paralelos del pasado sábado de PSOE y Podemos se palpó este intento por apropiarse de la bandera de la igualdad ante la proximidad de las elecciones y el 8-M. Podemos se arroga el haber impulsado los mayores avances de la agenda legislativa feminista, mientras que el PSOE juega la carta de invocar su larga tradición de lucha en favor de las mujeres.
Es cierto que el primer gran cisma en el feminismo izquierdista ya se había producido a cuenta de la Ley Trans. Pero entonces prevaleció el criterio de Irene Montero, y a efectos gubernamentales la sangre no llegó al río.
En cambio, con la reforma del sí es sí, ha sido el PSOE el ganador del pulso. El inmovilismo de Podemos durante seis meses y su negativa a modificar su ley estrella llevó a Moncloa a presentar su propia proposición de ley sin un acuerdo previo con los morados.
Finalmente, el Gobierno no ha podido metabolizar la división en la cuestión feminista, que se ha convertido en un casus belli para los dos bandos de la coalición, como evidenció la sesión de ayer. Podemos acusó a sus socios de "traicionar al feminismo" por alinearse con el "fascismo" y los "partidos antifeministas".
Con una oratoria arrabalera y soez, la portavoz Lucía Muñoz alentó a los suyos a salir masivamente a defender la ley Montero en la calle. Y esto después de que su formación jalease a sus bases durante los días previos para que se manifiesten hoy contra el PSOE.
Resulta bochornoso que Podemos, después de haber forzado que la reforma se debatiese en las inmediaciones del 8-M, esté instrumentalizando el Día de la Mujer para sus particulares rencillas. Con palabras como las de Pablo Iglesias del pasado domingo ("a ver qué se encuentran en la manifestación del 8-M"), los morados buscan, en una especie de profecía autocumplida, que unas movilizaciones que deberían ser festivas, reivindicativas y solidarias se conviertan en un ariete contra los socialistas. Un intento de ganar en las calles lo que no han podido ganar en el Parlamento.
Pero, para desgracia de todos, hoy habrá por segundo año consecutivo dos manifestaciones enfrentadas, existiendo incluso el temor de que las convocatorias paralelas puedan acabar en un enfrentamiento entre las organizaciones feministas.
El 8-M debería simbolizar una lucha colectiva de todas las fuerzas políticas en torno al objetivo común de avanzar hacia mayores cotas de igualdad. Y no un pretexto para la política electoralista, ni una continuación de la guerra parlamentaria por otros medios.