La polarización en los Estados Unidos subió ayer un nuevo peldaño en esa escalera que conduce a la más radical división social con la entrada de Donald Trump en el juzgado, donde se declaró inocente frente al juez de los 34 cargos de los que le acusa el fiscal Alvin Bragg y que se concretan en el presunto intento de ocultar fiscalmente el pago de 130.000 dólares a una actriz porno a cambio de su silencio sobre la relación sexual de una sola noche que ambos mantuvieron en 2006.
Que Donald Trump iba a convertir su imputación, la primera de la historia contra un presidente de los Estados Unidos, en un espectáculo televisivo que le propulse en su carrera por la candidatura republicana a la presidencia en las elecciones de 2024 estaba fuera de toda duda. En este sentido, muy pocos medios americanos, incluidos los más cercanos al Partido Demócrata, niegan la evidencia de que los cargos contra Trump, ciertamente menores en comparación con el resto de investigaciones que se están llevando a cabo contra él, podrían serle beneficiosos políticamente.
Y prueba de ello es que el equipo al cargo de la candidatura de Trump sólo tardó unos minutos tras su entrada en los juzgados en poner a la venta camisetas con la cara del empresario y la leyenda not guilty ("no culpable"). Trump es el producto más acabado de la política del espectáculo, una de las derivadas más ponzoñosas del populismo, y su imputación por parte de un fiscal del partido contra el que haría campaña en las elecciones de 2024 es gasolina para el victimismo que propulsa su candidatura.
Como EL ESPAÑOL ha defendido en un editorial anterior, nada sería más contraproducente para cerrar la brecha que separa a la ciudadanía estadounidense que un veredicto de no culpabilidad o una desestimación de los cargos que permitiera a Donald Trump presentarse como víctima de una cacería política propulsada por un fiscal progresista que ha retorcido la ley con la intención, en el mejor de los casos, de imitar lo ocurrido con Al Capone, cuando el mafioso fue enviado a prisión por evasión de impuestos, un cargo muy menor en comparación con sus delitos más graves.
El valor de la imputación de Trump, por tanto, no está en la gravedad intrínseca de los hechos de los que le acusa Alvin Bragg, al fondo de los cuales sólo late una relación privada irrelevante entre dos adultos y que desde luego no puede ser considerada delito bajo ningún concepto, sino en el hecho de que ha permitido romper el tabú que ha impedido hasta ahora imputar a presidentes por cargos mucho más graves que el amaño contable de un pago menor. Y sólo hay que recordar el nombre de Richard Nixon y el caso Watergate para darse cuenta de ello.
Y por eso, bienvenida será la imputación de Trump por un delito menor, salga adelante o no, si sirve para espolear el resto de causas por las que está siendo investigado. Al frente de ellas, las dos del Departamento de Justicia por la aparición en su mansión de Mar-a-Lago de documentos confidenciales procedentes de la Casa Blanca y por su presunta intervención en el asalto al Congreso del 6 de enero de 2021 con la intención de impedir la proclamación del presidente electo, Joe Biden.
Pero también la que está llevando a cabo el fiscal de distrito de Fulton County por el intento de interferir en los resultados electorales del estado de Georgia, y la de la fiscal general de Nueva York Letitia James contra Trump, tres de sus hijos y la empresa The Trump Organization por la supuesta manipulación del precio de sus propiedades con el objetivo de conseguir mejores condiciones de financiación y una rebaja de impuestos.
La pregunta verdaderamente relevante que hoy se plantean los principales medios de prensa americanos no es ya si Donald Trump será o no condenado (algo que muy probablemente no comportaría su ingreso en prisión y que no impediría en principio su candidatura a la presidencia), sino si este es el punto más bajo de la política estadounidense de las últimas décadas o sólo un paso más en la campaña de Trump por la destrucción de los principios más elementales de la democracia liberal.