El vuelco electoral del 28-M, abrochado este sábado en la jornada de investidura de los alcaldes, se ha saldado con un incremento de la cuota de poder territorial del PP muy por encima de las expectativas. Los populares se han hecho con 32 capitales de provincia y el 40% de los municipios españoles.
Pero no ha sido el PSOE el único gran perdedor en los últimos comicios municipales, a quien el PP ha arrebatado incluso feudos históricos como Sevilla y que ha podido obtener, al menos, el premio de consolación de los gobiernos de Barcelona y Vitoria.
También Podemos y sus confluencias han salido enormemente debilitados de este nuevo mapa municipal. Porque el cambio de ciclo político consumado el 28-M ha traído también, curiosamente, el fin de los "ayuntamientos del cambio".
Es cierto que el ocaso de las alcaldías de cambio es fruto de un progresivo desangramiento y que en las municipales de 2019 ya recibieron su primer castigo en las urnas. Si en 2015 había regidores de extrema izquierda en grandes capitales como Madrid, Barcelona, Zaragoza, Cádiz, La Coruña, Santiago de Compostela, Ferrol y Valencia, cuatro años después sólo tres de ellos consiguieron revalidar un segundo mandato y retener el gobierno del consistorio por más de una legislatura.
Pero con el destronamiento de Ada Colau en Barcelona, de José María González Kichi en Cádiz y de Joan Ribó en Valencia, la órbita de Podemos ha perdido el poco poder territorial que retenía y sus tres últimos emblemas locales.
Y no resulta precisamente inexplicable este retorno de las aguas de la "nueva política" al cauce del bipartidismo. Porque la generación de alcaldes surgidos al calor del movimiento indignado del 15-M ha dejado un legado en sus respectivas ciudades que en ningún caso satisface los estándares de una gestión seria y solvente para una metrópoli global.
Las marcas locales de Podemos han querido ensayar un experimento de municipalismo naif, cuando no animado directamente por el fundamentalismo populista. El resultado ha sido que el deseable y bienintencionado programa de facilitar el acceso a la vivienda, velar por la calidad medioambiental y fomentar ciudades más inclusivas se ha acabado materializando en un modelo político enemistado con el desarrollo económico, al que se ha querido mostrar como excluyente del bienestar social.
Por ello, en muchas de estas urbes, y especialmente en Barcelona, el paso por el gobierno municipal de este género de regidores amateur se ha correspondido con un balance de incremento de la delincuencia, de agravamiento del problema de la okupación y del narcotráfico, o de indulgencia hacia actividades ilegales como el top manta. Por no hablar de la persecución de la actividad turística, del aumento del gasto social o de la habituación a políticas intervencionistas.
El hundimiento del conglomerado de fuerzas municipalistas y regionalistas tras el 28-M tampoco augura un panorama halagüeño para Yolanda Díaz, en cuya candidatura se han integrado muchos de los partidos que parecían imparables en 2015. La buena muerte de los ayuntamientos del cambio es otro indicador de que el momento populista, afortunadamente, ya ha pasado. Los ciudadanos no quieren más activistas antisistema en el poder, sino alcaldes y presidentes serios, dialogantes, competentes y profesionales.