Paradójicamente, hoy que la pujanza política del procés es testimonial, y cuando los partidos independentistas catalanes han sufrido un notable batacazo en las últimas elecciones generales, el nacionalismo vuelve a ser más determinante que nunca en la vida política española.
En particular, el fugado Carles Puigdemont, que a resueltas del endiablado escenario surgido del 23-J se ha visto elevado a la condición de actor decisivo para la formación del Gobierno de la nación.
El ex president ya se ha ufanado de tener la llave de la próxima legislatura. Y, a través de sus canales de comunicación, ha cifrado el precio de sus votos en la supeditación de la negociación de la investidura a la negociación del reconocimiento de la soberanía de Cataluña.
Como aseguran a EL ESPAÑOL fuentes de su núcleo más cercano, Puigdemont "llevaba años esperando" esta posición negociadora ventajosa. Y ahora ha instalado el cuartel de verano de Junts per Catalunya (que sigue liderando oficiosamente) en un chalet en Colliure, desde donde se ha erigido en árbitro de la gobernabilidad de la nación que aspira a desmembrar.
Quién nos hubiera dicho que el bloqueo en el que lleva sumida la política española desde hace al menos ocho años iba a desembocar en la anomalía de un prófugo en el extranjero condicionando las posibilidades de los dos candidatos a la presidencia.
Pero este estado de cosas no es meramente fortuito, ni fruto inexorable de nuestro sistema electoral ni de los avatares recientes de la vida política. Si Puigdemont y su corte han acabado en esta posición ventajosa es porque quienes tienen el poder de alumbrar otra fórmula (una que hiciera innecesarios los siete diputados de Junts) se lo permiten.
Y es que, desde el momento en que Pedro Sánchez se negó a reunirse con Alberto Núñez Feijóo, tal y como este le había solicitado por carta, dejó el futuro de España en manos de Puigdemont. Porque, como ha reiterado este periódico incansablemente, no hay una alternativa de Gobierno real a un entendimiento entre los dos grandes partidos.
Aunque el fortalecimiento de su mitología de resiliencia se reforzó aún más tras el 23-J, es una bravuconada afirmar como lo hizo el presidente que la democracia encontraría "el camino" para su investidura. Porque lo cierto es que ese camino, tanto para la investidura como para la legislatura, está lleno de minas y hace imposible augurar una gobernación funcional.
Sánchez ya ha demostrado sobradamente su falta de celo a la hora de hacer concesiones a sus socios separatistas. Pero en este caso, se le suma la dificultad de que la "mayoría social" con la que el presidente dice contar no es ni mucho menos un bloque progresista compacto, sino un conglomerado de casi veinte partidos vertebrado únicamente por el rechazo al centroderecha y a la extrema derecha.
Desde el punto de vista del modelo de sociedad y la política económica, Junts es inequívocamente un partido de derechas. De ahí que, como han contado fuentes cercanas al ex president a este periódico, "no descartamos hablar con el PP de Feijóo".
Se abriría así la opción de reeditar el Pacto del Majestic firmado por José María Aznar con Jordi Pujol en 1996, quien a su vez había respaldado a Felipe González en la anterior legislatura. No en vano, estas fuentes se precian de que "Sánchez sólo tiene una alternativa, pero Puigdemont tiene dos". Y el mismo prófugo avanzó en su tuit del 29 de julio que no se sentía condicionado por la disyuntiva entre apoyar a Sánchez o una repetición electoral y un eventual Gobierno de derecha y extrema derecha, el argumento que el PSOE considera el "pegamento de la investidura".
En cualquier caso, sería un disparate que también el PP entrase en la subasta de los votos de Junts. Porque ya se ha visto que el PSOE se ha quedado sin nada que ofrecer a los independentistas catalanes. Ni la unánimemente repudiada "condonación" selectiva de la deuda de la Generalitat, ni la inviable reforma del Estatut, ni la amnistía o el referéndum constitucionalizados espuriamente, ni la quimérica propuesta de Yolanda Díaz de implantar el uso de las lenguas cooficiales en las Cortes.
No hay nada que pueda satisfacer a Puigdemont. Pero es que el objetivo de los dos grandes partidos no debería ser agasajar a un delincuente que lleva seis años resistiéndose impunemente a la Justicia española, sino llegar a un acuerdo para excluirle de cualquier influencia en la política nacional.
Puigdemont no puede seguir riéndose de todos los españoles, y debería entregarse a la Justicia. Sánchez debe recapacitar y reentablar el diálogo con Feijóo. No pueden ser más graves los "insultos" del PP al sanchismo (argumento con el que Ferraz justificó el boicot a la gran coalición en Ceuta) que pactar con un sedicioso fugado y trastocar la estructura misma del Estado para encajar sus reclamaciones.