Uno de los pequeños lujos de las vacaciones es poder detenerse en los chistes que el New Yorker intercala en sus páginas, sin relación alguna con el texto que les rodea. Poco a poco, te vas instalando en el sopor de esa media sonrisa que suscita el humor inteligente y, de repente, se enciende una bombilla que baña de luminosa ironía un aspecto de la actualidad.

Eso es lo que me acaba de pasar en el número del 31 de julio con la viñeta de un joven rey que pregunta a sus chambelanes: "¿Cuánto tiempo creéis que tardarán en añadir 'el Grande' después de mi nombre?".

En el caso del zar Pedro I, a quien sus biógrafos describen como un hombre de casi dos metros, con gran atractivo y resistencia física, "un trabajador incansable" y "una fuerza de la naturaleza", capaz de sobreponerse a cualquier adversidad, esa sacralización sucedió cuando logró convertir sus primeras derrotas en grandes victorias sobre los turcos y los suecos.

Muro de pago

Viñeta de 'The New Yorker' en su número del 31 de julio.

En el caso de Pedro Sánchez la elevación en vida a los altares, por parte de sus ya más súbditos que seguidores de la izquierda española, ha llegado estas dos últimas semanas a raíz de la manera implacable en que está transformando su dulce derrota del 23-J en la peana de un nuevo imperio progresista del que quedarán excluidos, durante cuatro años más, los reaccionarios que han pretendido "derogar" sus logros anteriores.

Esta nueva gesta del héroe, que ha supuesto detener al enemigo a las puertas e impedir la entrada en la resplandeciente ciudad de sus avances sociales a las asimilables hordas bárbaras de Vox y el PP, marca ya un antes y un después. Desde ahora se podrá cubrir al "sanchismo" de atributos positivos, pero no negar su existencia.

Si, según la propia denuncia del líder del PSOE, el "sanchismo" fue cincelado por la "maldad", la "manipulación" y la "mentira", ya escuchamos las voces de quienes difunden el carácter portentoso, providencial y, para mayor inri, popular de la mística en torno a este hombre sin par que una vez más ha dado la vuelta a la inercia de las expectativas

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Pedro lo ha vuelto a hacer. Nadie mira ya a Sánchez desde arriba hacia abajo. Todo lo contrario. La vista se fija primero en sus enormes pies de caminante incansable, en sus piernas que jamás tiemblan ni vacilan y va recorriendo su cuerpo apabullante hasta atisbar en la cima de la estatua el rostro inescrutable del césar taumaturgo. 

Sólo los muy sabios o valientes mantienen ya la mirada a este resucitado recurrente que, cual Rocky de los videojuegos, se levanta siempre de la lona con su carisma y su fuerza redentora, para obrar de nuevo el milagro, para oficiar el sacramento eterno del "no pasarán" que separa el trigo del pueblo elegido de la cizaña derechosa.

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No ha sido cosa del "Partido", tan inexistente en su estructura territorial u orgánica durante toda la campaña como en la definición de la estrategia posterior al 23-J. No ha sido cosa del ADN "Socialista" pues, con la excepción de Zapatero, renacido como precursor, apóstol y abogado defensor del nuevo Mesías, ninguna de las figuras históricas de esa ideología se identifica con lo ocurrido y menos aún con lo que está en marcha. No ha sido fruto del movimiento "Obrero" pues ni siquiera ha habido mítines que permitieran detectar a cuántos movilizan hoy los líderes sindicales. Y tampoco, por supuesto, ha sido cosa de una expresión mayoritaria de lo "Español" pues, en definitiva, los votantes le han otorgado 121 escaños, uno más de los que tenía, dieciséis menos que al PP, ni siquiera un tercio de los que componen el Congreso.

Pero Sánchez, "Perro Sanxe" héroe underground del comic gore en que se ha convertido la política española, va a demostrarnos que con un pito y un tambor se puede interpretar la Sinfonía del Nuevo Mundo. Como César al cruzar el Rubicón, Cortés al entrar en México o Napoleón al escapar de Elba para retomar París. 

"Sánchez transformó en jubilosa victoria lo que no dejaba de ser la mayor derrota sufrida nunca por un presidente candidato"

No es el proyecto, es el hombre. O mejor dicho el proyecto es el hombre. Le llamamos "sanchismo" porque lo que está ocurriendo y va a ocurrir es nada menos y nada más que el ucase continuado de un zar llamado Sánchez. Por algo decía Max Weber que el líder con carisma es el que rompe las reglas, el que se sobrepone a "los lazos de este mundo", no porque esas reglas y esos lazos sean malos, sino porque su transgresión le convierte en poderoso y temible para los demás. Por resumirlo en la definición del último estudioso del cesarismo, Ferdinand Mount, Sánchez se siente hoy "peligrosamente libre", aunque no lo sea.

Eso explica que todo lo que ha dicho y hecho desde la noche electoral contravenga los dictados más obvios de la razón y la prudencia, los legados de casi medio siglo de democracia española y los protocolos de las grandes naciones europeas en situaciones análogas a la que acaban de arrojar las urnas.

Todo empezó en el improvisado balcón de Ferraz, donde Sánchez transformó en jubilosa victoria lo que, por mucho que mejorara negrísimos augurios, no dejaba de ser la mayor derrota en votos y escaños sufrida nunca por un presidente candidato. Y continuó luego con su lacónico mensaje a la Ejecutiva, descartando la repetición de elecciones, dando por hecha su investidura con el apoyo de todos los separatistas y presentando el laberinto de la gobernabilidad como un mero trámite administrativo: "La democracia encontrará la fórmula". 

Esta invocación de "la democracia" como una tercera persona, una fuerza sobrenatural o una trama burocrática que se activa sola, acompañada de la invitación a irse de vacaciones, sólo tiene parangón en las siestas que se echaba San Isidro en la pradera mientras los bueyes le araban la tierra. Pero unos cuantos millones de españoles, y desde luego la mayor parte de los socialistas de carné, cargos o intereses, cree hoy a pies juntillas que Pedro el Grande volverá a obrar el milagro cuantas veces sea necesario.

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Sólo esa fe en el acierto sobrenatural del líder explica la ausencia de crítica alguna en el ámbito de la izquierda al desdeñoso corte de mangas con que Sánchez ha respondido a la carta de Feijóo pidiéndole un encuentro "en beneficio de la estabilidad política e institucional… para conocer tus posiciones y poderte detallar las mías". Es cierto que el presidente del PP invocaba su condición de "candidato con mayor respaldo" y "los precedentes de alternancia política", pero ni siquiera le pedía la abstención en su investidura, como hizo el PSOE en 2016 cuando Rajoy llegó a los mismos 137 escaños; ni tampoco que renunciara a ligar una amalgama alternativa, como renunció Felipe González en 1996, con mucho mejores números que los suyos.

Era un encuentro abierto que en buena lógica debería haber engendrado una mesa de diálogo entre el PSOE y el PP sobre los cuatro grandes desafíos que cronológicamente deberá afrontar cualquiera que aspire a pilotar la España actual: la investidura, la gobernabilidad, el funcionamiento de las instituciones y las reformas estructurales. Pero no: parece que esa cultura del encuentro, la transacción y el acuerdo que tan en boga estuvo durante la Transición para abordar los grandes asuntos del Estado, está quedando restringida en tiempos de Sánchez a la interlocución con quienes quieren destruirlo.

"Sánchez podría ser investido para concluir el semestre europeo y completar la asignación de fondos europeos durante un año más, con Feijóo como vicepresidente"

La tozuda realidad es que, tanto si nos ceñimos sólo a la distribución de escaños en el Congreso, como sobre todo si la combinamos con lo ocurrido en el Senado y las elecciones autonómicas, en España existen ahora dos partidos con suficientes credenciales para participar en el Gobierno de la nación. Eso podría traducirse en una gran coalición como las alemanas, en una fórmula de cohabitación como las francesas o en grandes pactos de Estado como los españoles del último cuarto del siglo XX.

No quiero dejar de defender la primera opción, propuesta por EL ESPAÑOL en el mismo momento que acabó el escrutinio de hace dos domingos. Se trataría de un gobierno paritario en el que Sánchez podría ser investido para concluir el semestre europeo, culminar el Plan de Reconstrucción y completar la asignación de fondos europeos durante un año más, con Feijóo como vicepresidente.

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Luego se invertirían las tornas por espacio de otros dieciocho meses, con Sánchez dedicado prioritariamente a la política exterior y preparando así su candidatura a un alto cargo internacional. Ambos líderes se comprometerían en todo caso a no volver a ser candidatos para abrir paso a la competencia del porvenir.

Al cabo de estos tres años, en los que PP y PSOE pactarían las grandes reformas -empezando por la del artículo 99 de la Constitución para evitar futuros bloqueos- y mantendrían un frente común ante las nuevas reglas de gasto de Bruselas, volveríamos a las urnas en un clima muy diferente al actual. Esa sería la senda para que, despojada del cainismo y de la rabia, España terminara entrando en el G-7 como una de las democracias más prósperas y estables de la Tierra. 

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"Anoche cuando dormía soñé, bendita ilusión, que una fontana fluía dentro de mi corazón". Abramos los ojos. Cuando Sánchez ni siquiera se aviene a pactar con San Juan José Vivas, virgen y mártir, en Ceuta, es inevitable que este sueño de la razón produzca monstruos.

Pero ya que tampoco el exultante derrotado está dispuesto a sentarse con el alicaído vencedor para contemplar opciones intermedias, ya que Sánchez ha decidido marcarse hoy un Albert Rivera inverso, cortando acremente los propios puentes del diálogo, sólo queda preguntarse cuál es su sueño alternativo y cómo anda de insomnios y pesadillas para estos "cuatro años más" de "avances" que augura no a todos los españoles, sino a quienes se adhieran a su grandeza. 

Ni los más ciegos de sus adeptos pueden negar que los candidatos a "quitarle el sueño", han aumentado exponencialmente. Tanto en la negociación de la investidura, pues no imagino nada que pueda satisfacer a Puigdemont, y menos aún una amnistía constitucionalizada a martillazos, sin que suscite un clamor en su contra. Como, sobre todo, si tiene la desdicha de conseguir los votos necesarios. 

"Desde el momento en que obtenga la investidura en esas condiciones, Sánchez estará políticamente más flaco que ahora y haciendo malabarismos cada día"

Sólo le desearía eso a alguien cuya destrucción política anhelara con fruición: abrir todos los días el Congreso con entre 170 y 172 votos en contra, sufrir dilación tras dilación y derrota tras derrota en el Senado, intentar hacer políticas sectoriales con la enemiga declarada de los consejos interterritoriales de las CCAA, conseguir que el PNV y Bildu, que Esquerra y Junts voten lo mismo mientras luchan por Ajuria Enea y el Palau en las elecciones vascas y catalanas y evitar, por supuesto, que se desmanden los cinco de Podemos o surjan objetores de conciencia en el propio PSOE. ¡Pobre Bolaños o quien le suceda como ministro de Relaciones con las Cortes!

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Ni siquiera sería de aplicación el proverbial engordar para morir. Desde el mismo momento en que obtenga la investidura en esas condiciones, Sánchez estará políticamente más flaco que ahora y cada día que pase, haciendo malabarismos con esos mimbres, se dejará unos gramos de prestigio y credibilidad en la gatera. ¿Qué sentido tiene afrontar un régimen de adelgazamiento así para sobrevivir, como mucho, uno o dos años más en la Moncloa y abandonarla erigido en desgracia nacional?

Sólo vulnerando leyes en vigor, desbordando sin ambages los límites de la Constitución o reformando unilateralmente el Poder Judicial en la dirección opuesta a la que le pide la UE podría Sánchez satisfacer a Puigdemont y en consecuencia al conjunto del separatismo. Se trataría nada menos que de liquidar el llamado "régimen del 78" y lanzar a España hacía el vacío de un proceso constituyente de la izquierda y los separatistas contra el centro sociológico y la derecha política. Dejemos a un lado si su audacia le llevaría o no a tales extremos de irresponsabilidad, porque es obvio que Europa no se lo permitiría.

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El mayor enemigo de la inteligencia es la soberbia. La avaricia rompe el saco. Todos los imperios mueren por pretender extender sus fronteras más allá de lo viable. Otro tanto ocurre con las ambiciones personales. Con el complejo de superioridad y el exceso de confianza. Porque basta el golpe de un rayo para tumbar el roble más alto.

En noviembre de 1724 Pedro el Grande, con sólo 52 años, se sentía tan pletórico de fuerza y determinación como para, desoyendo a sus acompañantes, lanzarse en una noche oscura a las aguas heladas del Golfo de Finlandia para contribuir a rescatar a un grupo de marineros a punto de ahogarse. A las pocas semanas aquel hombre que parecía un dios había muerto de gangrena.

Meses antes le había preguntado a un embajador cual sería su imagen para la posteridad. Cuando el diplomático le cubrió de halagos por la magnitud de su obra modernizadora en Rusia, Pedro el Grande le pidió que le contara también el lado malo de su fama. 

Según Robert K. Massie, gran biógrafo del zar, el embajador hizo una reverencia y contestó: "Puesto que me lo ordenáis, os diré señor que se os considera un amo severo y dominante que trata a sus súbditos con dureza, que está siempre dispuesto a castigar y nunca es capaz de perdonar una ofensa".

"Sánchez está ahora convirtiendo la justificación de sus actos en un memorial de agravios contra 'el PP de Feijóo' como 'partido de los insultos y las mentiras'"

Jordi Pujol me dijo una vez que "la política es el arte de la desmemoria". Por eso pactó con el líder de los que habían gritado "Pujol, enano, habla castellano". Por el contrario, Pedro Sánchez, que también cumplirá los 52 el próximo febrero, está ahora convirtiendo la justificación de sus actos en un memorial de agravios contra "el PP de Feijóo" como "partido de los bulos, los insultos y las mentiras", como si él mismo y todo su entorno no hubieran expendido prolíficamente esa misma mercancía durante los últimos meses.

Queda la incógnita de si realmente se lo cree y pretende excluir sobre esa base a la representación de media España de cualquier combinación política, mientras finge encontrar afinidades tan sólidas en Puigdemont y Otegi como para lanzarse a su rescate entre las turbulentas aguas de su pasado y construir con ellos una mayoría estable. 

O si más bien todo esto es un trampantojo para erosionar a la oposición, fomentando las tensiones en el PP, y presentarse en el otoño como el constitucionalista responsable que, después de haberlo intentado hasta la saciedad y topado con la intransigencia soberanista, llega a la conclusión de que lo menos malo para España es la repetición de elecciones.

La contundencia con la que ha negado esta hipótesis podría servir para avalarla, pero ¿quién se atreve a estas alturas a determinar lo que pasa por la cabeza de alguien como Pedro el Grande cuando, desafiando a la naturaleza o a las leyes de la aritmética, la gravedad y la razón, decide arrojarse en medio de la oscuridad al más gélido de los mares para afrontar una misión potencialmente letal y aparentemente imposible?