António Costa era, junto con Pedro Sánchez y Olaf Scholz, uno de los tres únicos gobernantes socialistas de la Unión Europea. Y por eso la noticia de su dimisión, tras hacerse pública la investigación abierta contra él por un presunto caso de corrupción por tráfico de influencias y prevaricación, ha supuesto un duro golpe para esa familia socialista que este fin de semana se reunirá en Málaga, en el Congreso de la Internacional Socialista, para decidir la estrategia para las elecciones generales de 2024.
Costa, que gobierna su país desde 2015, se ha declarado inocente, pero ha anunciado su dimisión tras afirmar que el ejercicio del cargo de primer ministro es incompatible con una investigación por corrupción. "Mi cargo no es compatible con la sospecha de la práctica de cualquier acto criminal" dijo ayer martes por la tarde.
Costa, que gobernaba con mayoría absoluta, era además el único líder socialista europeo que seguía liderando los sondeos en su país, aunque estos arrojaban también el riesgo de que una coalición de derechas entre el PSD y la Chega le arrebatara el poder. El presidente de Portugal, el conservador Marcelo Rebelo da Sousa, tendrá ahora la potestad de disolver la Asamblea y convocar nuevas elecciones generales.
La dimisión de Costa supone también un duro golpe para el centroizquierda europeo. Porque Olaf Scholz, que sufre en unos sondeos que le sitúan en tercera posición tras la conservadora CDU y Alternativa para Alemania, era, junto a Costa, el representante de un socialismo más cercano al centro que a la extrema izquierda. Un socialismo que defiende la libertad de empresa (como demuestran las empresas, los profesionales y los patrimonios que se han trasladado a Portugal desde España durante los últimos cinco años) y que ofrece ese clima de seguridad jurídica y fiscal a los empresarios y la clase media que en nuestro país parece ya cosa del pasado.
La dimisión de Costa encierra además una lección ética para la clase política española. Pero sobre todo para un Gobierno que ha convertido la patada adelante en la respuesta por defecto a todos los escándalos que en prácticamente cualquier otro país europeo habrían provocado la dimisión de sus responsables.
El tiempo dirá si António Costa es culpable o inocente de los cargos que se le imputan. Pero lo que es obvio es que su actitud ennoblece el ejercicio de la política y demuestra, una vez más, que España sigue siendo en algunos aspectos la eterna excepción europea, aferrada a ese viejo "que invente Europa", hoy transformado en "que dimita Europa".