Harían bien los ciudadanos españoles en no poner demasiadas esperanzas en que sea la Unión Europea, a través de la Comisión o del Tribunal de Justicia de la UE, la que ponga freno a la Ley de Amnistía del Gobierno y sus consecuencias más indeseables.
Y no porque los valores de la UE no sean, en este caso en concreto, coincidentes con los que defienden la oposición, la inmensa mayoría de los jueces y millones de ciudadanos españoles. Sino porque el ámbito de actuación de las instituciones bruselenses es limitado, obedece a unos plazos que no impedirían la aplicación de la ley, y se mueve más en el terreno de la presión diplomática que en el de la ejecutoria judicial directa.
Es cierto que la UE ya frenó una amnistía contraria a los valores europeos y a las normas más elementales de un Estado de derecho, la de Rumanía en 2019 (en realidad una autoamnistía). Pero ni España es Rumanía ni las circunstancias son las mismas.
La amnistía diseñada por el Partido Socialdemócrata rumano no fue, de hecho, paralizada por una actuación directa de la UE, sino por un referéndum (incitado por la Unión, eso sí) en el que los ciudadanos rumanos votaron "no" a la arbitrariedad jurídica que sus líderes estaban cocinando.
Pero que los españoles no deban poner todas sus esperanzas en un deus ex machina bruselense que aparezca providencial en el momento más inesperado para frenar a Pedro Sánchez no quiere decir que su imagen internacional no se esté viendo dañada por sus pactos con los nacionalistas y por una Ley de Amnistía cuyo objetivo es, de forma evidente, conseguir los siete votos que necesita para perpetuarse en el poder.
Y de la misma forma que no hay que sobrevalorar la capacidad de la UE para corregir el rumbo de los gobiernos "descarriados", tampoco es recomendable minusvalorar la importancia del daño en la imagen del presidente que están provocando la Ley de Amnistía y las presiones sobre el Poder Judicial y las instituciones españolas.
La buena imagen internacional de Sánchez ha sido una de las mayores ruedas de molino con las que ha tenido que tragar el PP durante los últimos cinco años. Un PP que se ha visto incapaz de convencer a las instituciones y los organismos internacionales de que "el rey español" iba tan desnudo como otros líderes internacionales a los que medidas muy similares a las adoptadas por el presidente del Gobierno en España les han ganado la etiqueta de "amenazas para el Estado de derecho y los valores europeos".
Pero todo eso ha cambiado de forma evidente durante la última semana. Se ha visto en los editoriales de medios como el Wall Street Journal o el Washington Post. En la visita de Tucker Carlson a España, el periodista bandera del populismo trumpista, pero cuya influencia es innegable. En ese tuit de Anne Applebaum, una de las intelectuales más respetadas por las élites internacionales, en el que se mostraba preocupada por los pactos de Sánchez con los nacionalistas catalanes por la relación de estos con el Kremlin, un asunto que en España está pasando más desapercibido de lo que debería. O por el atentado contra Alejo Vidal-Quadras, que podría poner a España en el punto de mira de muchas agencias de Inteligencia internacionales si se confirma la autoría iraní.
Y por eso la reunión de ayer martes de Alberto Núñez Feijóo con corresponsales extranjeros es tan importante. Porque la batalla no es sólo jurídica, sino también de imagen y de relato. Y esa imagen y ese relato se están resquebrajando a ojos vista durante los últimos días.
Todavía es pronto para decir que Sánchez se ha convertido a los ojos del mundo en el nuevo Orbán o el nuevo Bolsonaro. Eso no ha ocurrido aún y parece difícil que acabe ocurriendo, a no ser que la situación degenere en una crisis de convivencia entre españoles. Pero la distancia que separa al presidente de esos referentes del iliberalismo es cada vez más corta a ojos de muchos organismos, instituciones, gobiernos, medios y líderes de opinión internacionales.