Es más fácil oponerse a la amnistía siendo de izquierdas que siendo de derechas. Los argumentos nacen con mayor facilidad. Cuando cayó el Muro de Berlín, la derecha se afanó en defender el concepto de la libertad y la izquierda se encomendó a la lucha por la igualdad. Era un acuerdo casi tácito entre los partidos conservadores y los socialdemócratas. A través de ese binomio se iba trenzando la historia.
Pongo como punto de partida la caída del Muro porque, antes, al ser el totalitarismo ambidiestro y mayoritario en los dos flancos, la defensa de la libertad y de la igualdad era cosa de un puñado de justos. Para ponerme a escribir, he leído los acuerdos suscritos por el PSOE con las distintas fuerzas nacionalistas y la Ley de Amnistía. El libro podría titularse como ese restaurante de Madrid tan rico, Sala de despiece.
Con ritmo percutor, el partido mayoritario de la presunta izquierda va concediendo prebendas a los distintos carlismos regionales. El dinero, los trenes, la policía, los puertos, las becas. Hasta que alcanza el punto orgásmico de la amnistía.
En un momento dado, al transcriptor de los papeles se le escapa la verdad. Dice: "Tanto a los responsables como a los ciudadanos". Porque no tienen el mismo rango, se desprende, los líderes políticos que los votantes de a pie.
En el resto del texto, aunque no de una manera tan explícita, se reconoce la otra desigualdad radical consagrada por los pactos: los papeles hablan de los catalanes en particular, pero nunca de los españoles en general. En esta España nueva, no tiene los mismos derechos un cualquiera que un catalán, un vasco, un canario o un gallego.
En las democracias occidentales, el pobre necesita más la ley que el rico. Porque la igualdad de derechos que de ella emana blinda a las "clases trabajadoras" (por usar la terminología de Moncloa) de las arbitrariedades del poder. Ante una hipotética discrecionalidad, ante una injusticia naciente del Estado, tendrían muchas más facilidades para defenderse los ricos y los políticos que los pobres y los ciudadanos corrientes.
Esta primera quiebra del principio de igualdad (los políticos frente a los seglares) es algo más sofisticada. El Gobierno puede ocultarla con cierta facilidad porque la singularidad de los líderes nacionalistas en España ha sido naturalizada por PP y PSOE durante décadas.
Pero la segunda quiebra (los derechos de los catalanes encumbrados por encima de los de todos los demás) resulta ensordecedora. O por lo menos debería resultarlo en los oídos de cualquiera que se precie de socialdemócrata, democristiano, comunista y similares.
La lectura atenta del manual de la desmembración describe pormenorizadamente un desguace de la ciudadanía inédito en democracia. Esquerra y Junts, el PNV, el BNG y hasta Coalición Canaria arrancan al PSOE una serie de privilegios feudales sin aportar nada a cambio más allá de los votos para la investidura. Literalmente nada.
Todo ello a costa del resto de paisanos: andaluces, extremeños, navarros, cántabros, castellanos. Porque un Estado autonómico es un juego de suma cero. La deuda que perdonas a unos es la que no perdonas a otros. La inversión que regalas a unos es la inversión que no regalas a otros. Y así sucesivamente.
En la España de hoy, a la izquierda en general (esto es un particularismo nuestro) le importa un pimiento la disolución de los símbolos nacionales. Por eso resulta lógico que a las bases del PSOE no les aparte de su voto que Sánchez escriba "Catalunya" 68 veces en su firma con ERC y sólo dos "España". O que hable del "reconocimiento nacional de Catalunya" a costa de ocultar que la soberanía nacional reside en los ciudadanos españoles, y no en los Parlamentos autonómicos.
Pero es imposible (o así lo creo ingenuamente) que la izquierda sociológica no se subleve ante el encumbramiento de determinados ciudadanos por una razón de raza o lugar de residencia. Los pactos de Sánchez van a repercutir en las fábricas, en los campos y en las plazas. Es muchísimo dinero el que se va a pagar por cada uno de los escaños que requiere la investidura.
Un mercenario de los GAL me contó que no tuvieron demasiados problemas sociales "hasta que apareció el tema de la pasta". Por mucho que desde el presente se quiera dibujar lo contrario, hubo millones de personas que aplaudían el terrorismo de Estado. Sin embargo, cuando la prensa desveló que se pagaba con dinero robado a los ciudadanos, la multitud clamó contra el Gobierno.
Pongo un ejemplo extremo en el espejo de esta amnistía contra la igualdad. Tiene cierta disculpa que la izquierda no se subleve contra el histórico privilegio que vienen teniendo los políticos: costumbrismo español. Pero ¿puede permanecer callada ante el reparto desigual del dinero? ¿Ante la vulneración de los derechos?
No es posible ser de izquierdas y asumir que un político huido de la justicia tenga más derechos que quienes cumplen la ley.
No es posible ser de izquierdas y asumir que delincuentes condenados por corrupción tengan más derechos que los inocentes.
No es posible ser de izquierdas y asumir que los violentos que queman las calles tengan más derechos que quienes las trabajan.
No es posible ser de izquierdas y asumir que los que dedican los recursos públicos a la desmembración del país tengan más derechos que quienes pagan los impuestos con el sudor de su frente.
No es posible ser de izquierdas y asumir un Gobierno sostenido por quienes priorizan la independencia de una región al bienestar de sus ciudadanos.
No es posible ser de izquierdas y asumir como progresista que la exaltación de una nación esté por encima de la sanidad pública o la educación.
No es posible ser de izquierdas y asumir que una comunidad autónoma merezca más dinero que todas aquellas que respetan la convivencia.
No es posible ser de izquierdas y asumir que los derechos pertenecen a los territorios, y no a los ciudadanos.
No es posible, de veras que no lo es.