En Estados Unidos, los tres grandes candidatos para representar al Partido Republicano en las elecciones presidenciales de noviembre midieron fuerzas ayer en Iowa. El resultado en la primera etapa de la carrera fue revelador.
El expresidente Donald Trump ganó por goleada y recibió más votos que la suma de los otros dos. Y no son dos adversarios cualesquiera. Ron DeSantis es el gobernador de Florida, uno de los nombres más respetados entre los conservadores del país y dentro del trumpismo. Y Nikki Haley fue la embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas durante el mandato del magnate neoyorquino.
Con su victoria rotunda, Trump previene sobre una posibilidad muy real. Que sea el candidato republicano escogido para medirse al demócrata Joe Biden, con unos índices de popularidad bajos y a la baja.
El primer espaldarazo al expresidente también envía mensajes en otras direcciones. Constata que el trumpismo no es un fenómeno pasajero. Es, al contrario, un movimiento político y cultural con una implantación muy extendida y unas raíces difíciles de arrancar. Tanto es así que ni las múltiples causas judiciales abiertas contra su líder, ni sus negligencias durante la pandemia, ni su responsabilidad en el intento de subvertir la democracia con el asalto del Capitolio en enero de 2021, tras negarse a reconocer su derrota electoral, bastan por el momento para desbaratarlo.
DeSantis y Haley tendrán que tomar nota de su fracaso. Preguntarse si apelar al votante trumpista les favorece más que les debilita. O si una potencial alianza les beneficiaría más que una lucha separada de sus candidaturas. Porque salta a la vista que la estrategia actual sólo allana el camino de vuelta a la Casa Blanca de Trump. Y este escenario no es una buena noticia para la democracia ni en Estados Unidos ni en el resto de Occidente.
Durante su mandato, Trump se enfrentó a todas las instituciones del país, desde los jueces hasta las agencias de Inteligencia, y cerró su legislatura alentando un golpe de Estado. En esta segunda etapa, amenaza con ir más lejos. Trump aspira a que las masas que lo adoran lo conviertan en una figura inviolable. Lo saben bien, entre otros, los jueces que investigan sus causas y están recibiendo amenazas de muerte de sus seguidores más exaltados.
Los acontecimientos invitan a una reflexión más urgente para Europa. Es cierto que Trump es una moneda al aire. Sus movimientos no son tan fáciles de predecir como los de Haley o Biden. Pero una cosa queda clara. Con Trump en la Casa Blanca, es más probable que se debiliten los lazos con Europa y se resquebraje, de manera definitiva, el apoyo militar y económico a la resistencia ucraniana, que ya ha caído sustancialmente con los bloqueos parlamentarios de los republicanos.
Nada de esto se le escapa a Vladímir Putin, que habla abiertamente del abandono de Ucrania en cada comparecencia pública. "Si el suministro [a Ucrania] se acaba mañana", afirmó en octubre, "sólo podrán sobrevivir durante una semana".
Si Rusia somete a Ucrania y recibe el mensaje de que el paraguas defensivo de la OTAN es endeble, que Estados Unidos no está convencido de intervenir en Europa si es agredida, Putin se verá tentado a ampliar sus objetivos. El riesgo de que esto ocurra no sería precisamente moderado. En las últimas semanas, el exagente del KGB está insistiendo en que Rusia no tiene fronteras claras, al tiempo que incorpora aliados a una guerra que, sugiere, va más allá de Ucrania.
Los líderes europeos tienen que tomar decisiones rápidas y efectivas. La victoria electoral de Trump puede llegar este mismo año. Los Veintisiete deben agilizar y aumentar las entregas armamentísticas y económicas a Kyiv. Reforzar a los ucranianos no sólo para que no pierdan la guerra, sino para que puedan ganarla. Llenar los arsenales y prepararse para el escenario más oscuro. Guste o no, la victoria de Trump haría más probable que Europa tenga que probar por las bravas la viabilidad de su autonomía estratégica.