La solución del conflicto palestino pasa hoy por una pinza de dos patas.
La primera de esas patas es la de los Acuerdos de Abraham, el tratado de paz firmado por Israel y los Emiratos Árabes Unidos en 2020 bajo la tutela de Donald Trump.
Al tratado, que se añadía al firmado por Egipto en 1979 y al rubricado por Jordania en 1994, se sumaron también Baréin, Sudán y Marruecos.
La segunda pata es la que defienden el PSOE y el PP, y que Josep Borrell concretó ayer en un plan de doce puntos para los ministros de Exteriores de los Veintisiete. Es la solución de los dos Estados defendida por una parte de la comunidad internacional.
No son opciones excluyentes. Y, de hecho, la primera conduce de forma indirecta a la segunda, cegando cualquier esperanza de los extremistas palestinos en una alianza árabe que conduzca a una victoria total sobre Israel. Victoria que pasaría por el exterminio de los judíos y su erradicación del territorio histórico de Judea.
Los Acuerdos de Abraham implican por tanto el aislamiento diplomático de los extremistas palestinos y sus padrinos iraníes por la vía de la firma de tratados de paz con los países vecinos de Israel, enfrentados a su vez a la teocracia de Teherán.
La teoría de la 'pata Abraham' dice que una vez Israel haya normalizado sus relaciones con los países árabes de su entorno, el aislamiento de los extremistas palestinos forzará su aceptación de un plan de paz razonable.
De ahí, precisamente, los ataques de Hamás del 7 de octubre, destinados a torpedear las conversaciones, ya muy avanzadas, que Israel mantenía con Arabia Saudí. Una señal obvia de que Irán considera más peligrosos esos tratados de paz que las propias conversaciones directas entre palestinos e israelíes bajo la égida de Estados Unidos.
La segunda vía insiste en la solución de los dos Estados, en la suposición de que si los palestinos no han aceptado todavía esa posibilidad es porque Israel no ha cedido en todos los puntos que sus líderes consideran claves.
Resulta difícil negar que la solución al conflicto palestino pasa de forma inevitable por alguna forma de Estado propio palestino, en un territorio claramente delimitado y con autonomía política total sobre ese territorio.
Israel ha reconocido abiertamente, además, que su proyecto no pasa por asumir ningún tipo de responsabilidad sobre una población de cinco millones y medio de palestinos. Lo que implica la aceptación tácita de la posibilidad de que ese Estado sea un día realidad.
Pero ese futuro Estado palestino sólo puede llegar tras el cumplimiento de dos condiciones absolutamente irrenunciables. El reconocimiento del Estado israelí y la renuncia a cualquier tipo de violencia o de reclamación posterior al acuerdo.
Sin esas dos condiciones, un Estado palestino sólo sería una amenaza existencial para el Estado israelí. Amenaza que ningún Estado aceptaría en sus fronteras.
Por desgracia, no existe hoy ningún indicio de que los líderes palestinos estén dispuestos a aceptar esas dos condiciones, dado que el apoyo de Irán y el posicionamiento tibio de muchos países occidentales les permite todavía a sus elementos más radicales albergar esperanzas de una victoria absoluta sobre Israel por la vía del terrorismo.
Reconocer hoy un Estado palestino sin contrapartidas supondría premiar al terrorismo yihadista de Hamás por su masacre. Pero negarse a la posibilidad de un Estado israelí a largo plazo supone enquistar el conflicto y retardar, a costa de miles de vidas humanas, el inevitable resultado final: la consolidación de dos Estados en paz.