Aunque el Gobierno apenas le haya dedicado una frase y unos segundos en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, y pese a que ni Congreso ni Senado han preparado ningún acto conmemorativo, se celebran hoy los diez años del reinado de Felipe VI.

Fue proclamado después de la abdicación, el 2 de junio de 2014, de Juan Carlos I, muy dañado entonces por unos escándalos públicos y privados que habían opacado en buena parte su innegable contribución a la instauración de la democracia y la aprobación de la Constitución en España.

La llegada al trono de Felipe de Borbón y Grecia, un rey plenamente constitucional, educado y coronado en Democracia, e identificado con los valores emanados de la Carta Magna de 1978, tuvo un efecto balsámico en la Corona y, como consecuencia de ello, en la estabilidad institucional y la unidad del Estado

Ese efecto balsámico no es un mero desiderátum y puede comprobarse en el resultado del sondeo publicado por EL ESPAÑOL el pasado lunes. El rey Felipe VI ha llevado en estos diez años a la Monarquía a su punto de valoración más alto en un cuarto de siglo.

En consecuencia, el 48,3% de los españoles prefiere hoy una monarquía constitucional frente a un 37,4% que preferiría una república. El 53,5%, además, valora "bien" o "muy bien" la trayectoria de Felipe VI y le otorga una puntuación de 6,8 sobre 10, muy por encima de la que los ciudadanos otorgan a los principales líderes políticos.

Felipe VI llegó al trono con un discurso que hablaba de "una monarquía renovada para un tiempo nuevo". Aquel 19 de junio de 2014, en su discurso frente a las Cortes Generales, prometió dos cosas: honestidad y transparencia. Nadie puede afirmar hoy, sin temor a mentir, que el rey no haya cumplido su palabra.

La primera década del reinado de Felipe VI no ha sido, sin embargo, fácil.

A la crisis generada por los escándalos de Juan Carlos I se sumó el procés en 2017, el fin del bipartidismo y la consolidación en España de un sistema multipartidista que ha provocado la multiplicación de las convocatorias electorales y una creciente conflictividad política. También una mayor polarización ciudadana, que ha convertido la institución de la Corona en objetivo habitual de los partidos nacionalistas y de extrema izquierda. 

Pero el momento más difícil del reinado de Felipe VI fue el referéndum ilegal de independencia del 1 de octubre de 2017, agravado por la pasividad de un Gobierno, liderado por Mariano Rajoy, que obligó al Rey a pronunciar el 3 de octubre el discurso más importante de su reinado en defensa del Estado de derecho, la Constitución y la democracia.

Un discurso con el que, en opinión de no pocos analistas, Felipe VI "se jugó la corona", y muy similar al que su padre, Juan Carlos I, había pronunciado la noche del 23 de febrero de 1981 tras la intentona de golpe de una parte del Ejército. 

Ese discurso, que alcanzó una audiencia del 77% de los televidentes, insufló esperanza en millones de catalanes y de españoles del resto del país que vivieron esos momentos como un recordatorio de que las viejas amenazas que condujeron a España a la guerra civil en 1936 siguen hoy vivas en determinados sectores de la sociedad.

A cambio, la figura del rey pasó a convertirse entre esos sectores en el símbolo de la permanencia de la Constitución y de la nación española. Es decir, en objetivo a derribar.

El reinado de Felipe VI, un rey tan constitucional como sobre todo constitucionalista, ha sido el de la normalización de la Corona en democracia y, de forma paralela, el de la democratización de la institución, ejemplificada en la decisión del monarca de reducir la Familia Real a sólo seis miembros (Juan Carlos I, la Reina Sofía, la Reina Letizia, las infantas y él mismo); la de someter las cuentas de la Casa Real a auditorías del Tribunal de Cuentas; la de publicar los presupuestos y las asignaciones a los miembros de la Familia Real; y la de dar a conocer la lista de los regalos recibidos.

El Rey ha sorteado también, con innegable habilidad y respeto a la obligada neutralidad de la Corona, la insistencia de los partidos políticos en utilizar las consultas con él como herramientas de la batalla política, complicando las investiduras y manchando innecesariamente a la institución con sus cuitas partidistas. 

Por otro lado, es innegable que la promesa de honestidad realizada en presencia de las Cortes Generales el 19 de junio de 2014 ha sido cumplida, en alguna ocasión al coste de dolorosas renuncias familiares. Es indudable también que el Rey ha demostrado una ejemplaridad personal fuera de toda duda, independientemente de cuáles sean las convicciones de cada ciudadano acerca de la forma de Estado de nuestro país.  

Queda pendiente la reforma del artículo 57 de la Constitución, que prima al varón sobre la mujer en la sucesión al trono.

Pocos dudan hoy que la princesa Leonor, a pesar de su juventud, y gracias a su ejemplar conducta privada e institucional, encarna de forma especialmente admirable los valores de la Corona y de la democracia española, y que la institución tiene un horizonte despejado frente a ella. Mucho más despejado, en cualquier caso, que el que tenía en 2014, apenas unos días antes de la abdicación de Juan Carlos I.