El pobre desempeño de Joe Biden en el duelo televisivo con Donald Trump, a finales de junio, encendió las alarmas de los analistas liberales y los votantes del Partido Demócrata.
El presidente de los Estados Unidos, en su día reconocido por su agudeza mental y la seguridad de su tono, se mostró errático y confuso por momentos, y lento de reflejos y sin apenas voz desde el primer minuto. El pesimismo se extendió entre los demócratas y no los ha abandonado desde entonces. A decir verdad, los malos presagios tienen una base cada vez más sólida. Las encuestas más fiables están encabezadas sin excepción por el republicano, y las elecciones quedan a apenas tres meses de distancia.
La conclusión a la que ha llegado la mayor parte de los ciudadanos es que Biden, a sus 81 años, es demasiado viejo para seguir en la Casa Blanca, con todas sus implicaciones, y debe renunciar a la carrera presidencial. Biden, sin embargo, se ha enrocado. Primero aseguró que sólo Dios le apartaría de su objetivo, y después que sólo lo haría un informe médico desfavorable. Biden ha tratado de convencer a sus compatriotas de que consiguió derrotar a Trump en 2020, y de que sabe lo que hay que hacer para volver a hacerlo en 2024. La cuestión es que ya no es creíble, y cada vez son menos los demócratas dispuestos a asumir la temeridad de comprobarlo.
Tampoco le sirve el argumento de que su competidor es casi tan viejo como él. El problema no es la edad por sí misma, sino la vitalidad de uno y otro. Y la de Trump quedó sobradamente comprobada cuando, después de sobrevivir a un atentado, levantó el puño al cielo y arengó a las masas.
Los cronistas de Washington siempre explicaron que la continuidad de Biden se ha sostenido sobre tres pilares: la confianza de su esposa, la de la vieja guardia y la de las familias Clinton y Obama.
A estas alturas, sólo el primero es firme, y hoy parece más difícil que ayer que la estructura se mantenga en pie. Las invitaciones privadas a retirarse del expresidente Barack Obama, junto a las opiniones similares de pesos pesados como Nancy Pelosi o Chuck Schumer, son el penúltimo clavo en el ataúd de la candidatura de Biden. El último, de confirmarse, tendrá su apellido.
Cunde la sensación en las bases demócratas de que se ha perdido un año precioso para crear un nuevo líder que compitiese con Trump. La duda ahora es que el partido llegue a tiempo para remontar la distancia. El próximo 19 de agosto comenzará la Convención Nacional de los demócratas, en la que estaba previsto elegir oficialmente a Biden como candidato. Pero los tiempos han cambiado, y la intensidad y el origen de las presiones llevan a pensar que estamos en la prórroga de su carrera política, y que esperar a agosto sería irresponsable.
Nadie niega que Biden conserve opciones de victoria. No debemos infravalorar el poder del voto antitrumpista. Con un punto de comedia, el escritor y cineasta David Simon expresó el pensamiento de millones de estadounidenses: "Votaría antes por la cabeza en formol de Harry Truman que por el fascismo puro". Pero a estas alturas es más arriesgado salir a ganar con este Biden que probar fortuna con otro candidato.
La amenaza de Trump es demasiado seria y el mundo es demasiado turbulento y exigente —tanto mental como físicamente— como para jugarse los próximos cuatro años a una mala carta.