Los Reyes de España, protegidos de la lluvia durante la ceremonia inaugural de los JJOO.

Los Reyes de España, protegidos de la lluvia durante la ceremonia inaugural de los JJOO. Kai Pfaffenbach Reuters

Cuando Francia apostó por la candidatura parisina, presumió de un valor único. Sus Juegos Olímpicos de 2024 se celebrarían fuera de un recinto deportivo por primera vez en la historia, y el escenario sería la capital, adaptada convenientemente para la ocasión. El resultado en la ceremonia de inauguración de ayer fue que, en una ciudad donde uno de cada tres días llueve, la probabilidad le jugó una mala pasada. El agua empañó la jornada. Pero no fue el hecho más significativo. Lo más llamativo de la jornada fue que el marketing francés devoró el espíritu olímpico.

No cabe duda de que hay pocos decorados en el mundo tan bellos como París, con el río Sena guiando el paso de las delegaciones olímpicas. El circuito, de hecho, llevó a los miles de deportistas a lo largo de seis kilómetros de navegación que terminaron en la torre Eiffel. La apuesta de París era magnífica, en ese sentido. Pero fue una de esas ocasiones en las que una buena idea contrasta con el mal resultado de su ejecución.

Después del show de ayer, reina la sensación de que la liturgia pareció antes pensada para el brillo de la ciudad y la grandeza de la cultura francesa que de los deportistas. Y esta circunstancia va contra el propio espíritu olímpico. Es cierto que todas las ceremonias de inauguración ofrecen un espectáculo donde se proyectan las cualidades, las costumbres y la historia del país organizador, en un ejercicio de exaltación nacional y promoción internacional. Pero los organizadores fueron demasiado lejos en su propósito de presumir de París.

En el planteamiento de Pierre de Coubertin, fundador de los JJOO modernos, destacaba la unión de los pueblos del mundo en torno al deporte. El sueño del barón parisino era, por encima de todo, representar la fraternidad entre los hombres sin levantar barreras de ninguna clase y a través del olimpismo. Establecer un punto de encuentro donde los deportistas compitieran por la gloria, sin más botines, y donde la imagen de comunión —especialmente en la gala inicial— fuese tan importante como las medallas. En el espectáculo de ayer, más fiel a Hollywood que al espíritu ateniense, no lucieron precisamente esos atributos.

La extravagancia parisina implicó que la ciudad le robara el protagonismo a los representantes de los países. Las delegaciones pasearon por el Sena sin contacto entre sí, salvo en el caso de los países que tuvieron que compartir embarcación, como Hong Kong y Honduras, lo que fue otro hecho insólito. Si el plan de los organizadores era simbolizar el olimpismo sin abusar de los decorados, fracasó. Si era crear una ceremonia a mayor gloria de París, aun a costa de los deportistas, la conclusión es otra.