El fin de semana ha terminado con más de 17.000 usuarios afectados por las consecuencias del descarrilamiento de un tren en el túnel entre Atocha y Chamartín este sábado. La marejada de indignación ante el corte de líneas, la cancelación de viajes, la modificación de recorridos y el colapso de las estaciones parecen haber apremiado la retirada del vehículo siniestrado y la liberación de la vía. Renfe se ha comprometido a que hoy se restablecerá la normalidad del tráfico.

Aunque esta circunstancia ha sido particularmente caótica, no se trata ni mucho menos de una avería puntual. Las conexiones de media y larga distancia con el Levante, Galicia o Extremadura se ven alteradas con cada vez mayor frecuencia por demoras, interrupciones del servicio o descarrilamientos. Este verano ha sido calamitoso para la línea de Alta Velocidad. Y la red de Cercanías, la más perjudicada y la que mayor número de viajeros concentra, registra incidencias casi diarias.

Es innegable que la red ferroviaria española está viviendo un proceso de pronunciado deterioro, como prueba el cambio de la política de indemnizaciones de Renfe, indicador inequívoco de que ha renunciado a su histórico compromiso de puntualidad (que ha pasado del 99% al 66%). Un deterioro precipitado por un cóctel explosivo de factores estructurales y coyunturales.

A la secular insuficiencia de inversión y a la ineficiencia de nuestro trazado radial (que obliga a que casi todos los trayectos pasen por Madrid) le ha sobrevenido un aumento del tráfico y la ocupación. La liberalización del servicio ha dado entrada a nuevos operadores privados, y el Gobierno ha incentivado reiteradamente con bonificaciones el transporte ferroviario. Pero este incremento del número de viajeros y de las frecuencias con las mismas infraestructuras ha llevado a la sobrecarga de las instalaciones.

Puede ser razonable que el Gobierno quiera fomentar el uso del tren como una alternativa más económica y respetuosa con el medioambiente que el transporte privado. Pero resulta ocioso (cuando no contraproducente) reivindicar, como hizo Sánchez el mes pasado, "más transporte público y menos Lamborghini" si ni la red férrea ni la gestión de las operadoras pueden absorber el incremento de la demanda.

El propio Óscar Puente reconoció el problema que supone envejecimiento de la flota de Renfe, al admitir que la mayor parte del parque móvil ha sobrepasado su vida útil y que el 20% del material rodante no está apto para el servicio. Si a esto se le suma la actual coyuntura de obras de remodelación de vías y estaciones como la de Chamartín, así como adquisiciones equivocadas como las de los trenes Avril de Talgo (que acumulan unas quinientas averías desde que entraron en funcionamiento en mayo), el resultado son colapsos como el de este fin de semana.

El primer paso para remediar este problema es admitirlo, en lugar de presumir, como hizo Puente en su comparecencia en el Congreso, de que "el tren vive en España el mejor momento de su historia".

Nunca habíamos asistido a tantas escenas tercermundistas como las de los últimos meses, con embotamientos masivos en estaciones como Chamartín o Sants, o viajeros atrapados durante horas y sin ninguna información en vagones sin luz ni ventilación.

Naturalmente, no se puede culpar al actual equipo del Ministerio de Transportes de todas estas incidencias. De hecho, es obligado reconocer el esfuerzo de Puente al ordenar una auditoría para esclarecer el arraigo de la trama de Koldo en su cartera. Así como concederle el empeño por desarrollar infraestructuras tan importantes como la del Puerto de Valencia.

Se trata más bien de una recogida de los frutos sembrados con las semillas de la corrupción hace años.

La situación heredada con la que se ha encontrado Óscar Puente es la del fracaso de la planificación de la movilidad sostenible. Esta fue la gran bandera enarbolada por el Ministerio en tiempos de José Luis Ábalos, con la apuesta por la liberalización y el desarrollo de las infraestructuras.

Pero ahora hemos conocido que ese ministro y parte de su equipo dedicaban más atenciones a una serie de tejemanejes presuntamente corruptos que al desarrollo del proyecto ferroviario.

Evidentemente, no puede establecerse una relación causal estricta entre la corrupción en Transportes durante la etapa de Ábalos y las actuales ineficiencias del servicio, como si hubiera sido el mismo Koldo quien hubiese volcado el convoy de Chamartín.

Pero parece igualmente lógico atribuir parte de este declive a tres años desaprovechados y eclipsados por el empleo de la estructura ministerial en otros menesteres. Prueba de ello es que se han sucedido dos presidentes de Adif en el último año, y que el sumario del caso Koldo relaciona a algunos de sus dirigentes con presuntos favores a algunos de sus contratistas.

Queda probado una vez más que corrupción e ineficacia son las dos caras de la misma moneda.